El ya expresidente Pedro Castillo ha dado uno de los golpes de estado más inexplicables que se recuerdan en América Latina, porque hasta para terminar con la democracia hace falta tener una habilidad que no la ha tenido. Pero aprovecharemos este último suceso para explicar con algo de perspectiva la tendencia del país andino a pegarse tiros en los pies mientras escucha música punk.

Ha terminado en el país andino un gobierno que no ha supuesto más que zozobra y hastío no apto para corazones frágiles. Perú es actualmente un país inclasificable, con un expresidente errático sin haber cumplido ninguna de sus promesas de campaña, una montaña de casos de corrupción y una romería de ministros que entran y se van (han sido más de 70). A eso se suma un congreso ultraconservador que, entre otras lindezas, rechaza la realización de la Asamblea de la OEA en su país por no aceptar la exigencia de baños neutros. Es un sindiós, difícilmente entendible sin remontarse unas décadas atrás y tener presentes los traumas de un país que no gana para sustos.

Perú es el punk de la política, lo ha sido en diferentes momentos de su historia, como veremos a continuación, un transgresor contracorriente, a quien le pesa su historia como quien lleva una mochila con piedras y toma una vez tras otras decisiones desesperadas, como por supervivencia. Vamos por partes.

Tuvo el Perú un desarrollo tardío, fue perezoso en salir de la lógica colonial, a eso se suma el trauma nacional que supuso (y supone) la guerra perdida contra Chile en 1870 y de la que se culpó injustamente a los indígenas por no defender correctamente la patria. Esto contribuyó a hacer de Lima una capital más racista y aristocrática e incluso prohibió el voto a gran parte del país. ¿Qué pasaba en otros países mientras Lima levantaba la nariz? En la Ciudad de México, Emiliano Zapata y Pancho Villa entraban a caballo pistola en mano reivindicando los derechos campesinos. Chile vivía una efervescencia social con más de 200 huelgas entre 1902 y 1908 y, poco después, fue la revolución sandinista en Nicaragua. Las diferencias saltan a la vista.

No fue la única anomalía histórica. Su momento revolucionario, como no podía ser de otra manera, fue al contrario de la región y supuso otro nuevo trauma. Mientras sus vecinos sufrían lo peor de las dictaduras militares en la segunda mitad del siglo XX, Perú llevó a cabo una reforma agraria solo superada por la cubana en profundidad, la más punky, declaró el quechua como lengua oficial y una reforma educativa de espíritu humanista. Lo llevó a cabo con un militar, pero a la contra, de izquierdas y nacionalista, la llamada “revolución desde arriba” de Juan Velasco Alvarado. No sirvió para unir al país, la élite limeña quedó en shock y los campesinos vieron un proceso de reforma agraria truncado. Segundo trauma.

También fue radical su momento guerrillero. Mientras la guerrilla centroamericana podía explicarse en su enfrentamiento contra el intervencionismo de EEUU, Sendero Luminoso fue un movimiento fanático que, tratando de imponer un nuevo orden “no dudó en cruzar los ríos de sangre”, como señala el informe de la Comisión de la Verdad del Perú. Es esta una herida todavía abierta y “terruco”, apócope de terrorista, un insulto habitual de la derecha limeña hacia todo lo que consideran radical. Tercer trauma que todavía perdura, y se van sumando.

Su cuarto trauma y nuevo momento radical tuvo que ver con su economía a finales de la década de los 80. Sufría el país la mayor inflación del mundo, equiparable a la de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, iba a la deriva y sus colas y desabastecimiento está todavía gravadas en la memoria colectiva. La solución fue así nuevamente radical, pero esta vez para sumarse a la ola de la modernidad. Aplicó junto con la chilena la liberalización económica más profunda y lo hizo de cuajo, le llamaron “Fujishock”, en referencia al presidente en ese momento, Alberto Fujimori.

Perú confió en el mercado como si de dogma de fe se tratara, ayudado por el aumento del precio de las materias primas, parecía que emprendía el rumbo hacia una nueva fase que dejaba atrás todos los sobresaltos (y traumas) anteriores. La economía crecía, la pobreza se reducía, igual que la desigualdad, era, como señala el politólogo Alberto Vergara, el momento de comprar y a callar, nada lo refleja mejor que el artículo “El síndrome del perro del hortelano”, del difunto presidente Alan García y donde reprochaba cómo las protestas sociales frenaban el desarrollo del país, especialmente de la Amazonía, con una riqueza forestal infinita que requería ser explotada.

Una fe ciega y radical, esta vez en el mercado, que dejó de lado la representatividad y no priorizó, o no pudo garantizar ninguna estabilidad laboral. Perú, uno de los países de América Latina con mayor efervescencia social en el siglo XX, terminó prácticamente sin representatividad. No solo eso, pasó a ser uno de los países con mayor informalidad laboral del mundo, el reino de los emprendedores, dirían otros, pero también el reino de la desprotección social. Un “hazlo por ti mismo”, el principal lema punk que llevó hasta el final.

Y vino la pandemia, en un país que conducía sin cinturón de seguridad, se llevó a una de cada doscientas personas por delante, por falta de oxígeno, camas UCI…. El mercado no dudó en lucrarse de una infraestructura mínima en salud pública que todo país necesita a lo que se sumaron decisiones imperdonables como mantener por dos años los colegios cerrados. Fue este el último de los traumas, el quinto, y que incentivan todavía más medidas radicales.

Un país agotado, en el que se esfumaba esa creencia ciega en el mercado y necesitaba le gobierne uno de los suyos, que conozca sus problemas, fue el que votó por un desconocido como Pedro Castillo. Pero este mismo país, y como parte de la filosofía punk del “hazlo por ti mismo”, es una de las únicas democracias del mundo que no cuenta con partidos políticos. Esto hace del quehacer político un mar de tránsfugas y pirañas que únicamente piensan en su lucro personal y que aleja a la personas preparadas y honestas del país.

El país va así, no solo sin cinturón de seguridad, también sin conductor, pues resulta que el mercado, que creían podía serlo, los lleva a muy mal puerto y ya no saben quien puede guiarlos ni cómo elegirlo, pues no hay partidos políticos.

Señalan los politólogos que el último proyecto modernizador del país está descompuesto, esto es, el vehículo averiado. Sin embargo, ven pocas posibilidades de reformas en el corto mediano plazo que les enderece la actual situación. Un páramo reformista lo llama el politólogo Eduardo Dargent. Es difícil esperar en el corto y mediano plazo un proceso esperanzador, son demasiados los traumas y poco los mimbres para poder impulsarlo. Esperemos que el país no esté condenado a aplicar un nuevo shock radical, que no le vuelva a salir su lado más punk. l

Exdirector regional de Oxfam en América Latina, cursa actualmente un Máster en Ciencias Políticas en la Pontifica Universidad Católica del Perú