Está ampliamente instalada la idea de que la cumbre de la OTAN ha sido un éxito. Definir tal concepto ya es más peliagudo. En lo que ha resultado sobresaliente ha sido en hospitalidad, y tal vez se trataba de eso y de nada más que de eso. 40 jefes de gobierno de países que van desde Corea del Sur a Albania lo ha disfrutado en Madrid, objetivo principal. Han tenido tiempo para saludarse en persona y participar en unas reuniones que tampoco sirvieron en sí para nada, habida cuanta de que todos los acuerdos orgánicos ya estaban cerrados con anterioridad. Se necesitaba un cierto espectáculo que transmitiera valores de civilización, como los alojados en el Museo del Prado, hacia un Putin responsable de la barbarie de Ucrania. Sobraban algunas sandeces, como permitir al chef José Andrés, prototipo de cantamañanas posmoderno, que explicara que había tenido presente al país invadido en su menú, y al afecto compuso con remolacha la ensalada. Un héroe.
La cumbre nos ha dejado a un Sánchez atlantista como el que más, dispuesto a elevar el gasto militar español en un punto de PIB, unos 12.000 millones al año, que para que nos hagamos una idea es más de lo que se gasta todo el Sistema Nacional de Salud en las recetas que los pacientes retiran de las farmacias. El mismo Sánchez que hace unos años se presentaba en las entrevistas como meritorio aspirante a la presidencia diciendo que suprimiría el Ministerio de Defensa. Los problemas encerrados en la eventual decisión de aumentar la inversión en defensa son muy diversos. Primero, cómo se ha fraguado tal opción, si la caída del caballo del todavía presidente responde a una convicción fruto de la percepción de nuevas amenazas, o si sólo es una pieza más del traje que se está confeccionando con vistas a saltar de la política española a un puesto internacional, como cada vez parece más obvio. Segundo, de dónde se va a sacar el dinero, en un país incapaz de corregir el déficit público, enterrado en deuda, y que contempla cómo se secan las fuentes de financiación infinita que hemos utilizado, merced al BCE, durante los dos últimos años. Y en tercer lugar, no por ello menos importante, a qué se llama realmente gasto militar. Porque aquí todo se deriva hacia la compra de equipamientos a grandes consorcios internacionales, en operaciones opacas por su propia naturaleza, y que apenas suponen poco más que una transferencia de rentas al exterior. En cambio, poco se valora la oportunidad de dedicarlo a estructuras locales en las que generar innovación, y desde las que se puedan obtener también oportunidades para la utilización civil. La absoluta falta de concreción de qué se entiende por gasto militar, qué necesidades deberíamos cubrir cabalmente, y cómo hacerlo, presagia que estamos ante un nuevo fracaso, sea lo que sea lo que se haga.
Llega en unos días el Debate del Estado de la Nación, tras siete años en los que no se ha celebrado, y seguro que el acuerdo de utilización de las bases con Estados Unidos y el incremento del gasto de defensa serán asuntos preeminentes, como si fueran todo lo que interesara en la calle. Y no; lo importante ahora es como acabar con la infección por la tenia que tenemos alojada en el intestino de nuestra economía, la inflación, que nos hace ser cada día más pobres. El Gobierno viene contando la película, falsa de toda falsedad, de que el problema económico llegó por la invasión de Ucrania, cuando en realidad el alza de los precios se inició hace justo un año y por causas ajenas a un conflicto que no había comenzado. Lo que va a llegar en pocos meses es la terapia de choque del BCE, que ya no puede esperar a que las cosas se resuelvan solas, y que impondrá la solución drástica de hacer entrar a la economía europea en recesión: mejor inducir el coma que permitir que el paciente muera por agitación incontrolable. España es de los pocos países que no han sido capaces de recuperar todavía su nivel de PIB de antes de la pandemia, y en este panorama será el que peores perspectivas de aguante económico tenga. Hasta ahora, el Gobierno sólo ha hecho una cosa ante la inflación: satisfacer su ansia recaudatoria, empobreciendo más a los ciudadanos, y repartir unas muy limitadas ayudas cuando no le ha quedado más remedio. Justo lo contrario de lo que sería necesario. El drama es que no sólo escasea el margen de maniobra, sino sobre todo las ideas para evitar el más que probable colapso. l