El valor de la renuncia
Cuando los sesudos analistas políticos califican la victoria de Theresa May en las legislativas británicas como de “pírrica”, locución que alude a las batallas ganadas a un coste muy elevado (“Otra victoria como esta y volveré solo a casa”. Pirro, rey de Epiro), el líder laborista, Jeremy Corbyn, insiste en la petición de renuncia a la premier del brexit duro.
Esta circunstancia -lógica para las formas políticas anglosajonas, pero no tanto para otras latitudes de la vieja Europa- y la teatral última dimisión ofrecida hace ahora apenas dos meses por la anglófona Esperanza Aguirre, me llevan a reflexionar sobre el concepto de renuncia en la vida política pública y partidaria en el Estado español. Hace unos días me decía un amigo que “hay muchos tipos de renuncia, pero que no todas tienen el mismo valor”. Yo le respondí que no podía estar más en lo cierto.
Más deudor que heredero (acepción que implica gran responsabilidad y saber estar a la altura) de aquellos políticos que lucharon tras largas y dramáticas décadas de exilio (exterior e interior) por lograr espacios de democracia y libertad para mi país, me pregunto qué queda de aquella cultura en la actual política. Qué queda del ejemplo de aquellos hombres y mujeres del ideológicamente plural destierro republicano que, en aras a la defensa y ampliación de las conquistas políticas y sociales y en el mantenimiento de unos irrenunciables principios doctrinales y de servicio público, supieron renunciar a la comodidad de una vida segura, a los amigos de antaño, al dinero y a la tierra misma donde se nació. Una renuncia para ganar un futuro colectivo en paz y libertad.
En el panorama actual, el concepto de renuncia política parece situarse al borde de la extinción por su corta traslación al ámbito práctico, por su casi nula materialización. Pero en los escasos casos en que se ejerce, tampoco adquiere el mismo valor.
Son renuncias que reciben de los compañeros de partido el falso atributo de la “ejemplaridad” cuando en verdad su única virtud es la de la contumacia, entendida como tenacidad en mantener un error. Por lo demás, adolece de cualquier valor. Este tipo de renuncias son propias de políticos mediocres, acostumbrados a rodearse de aduladores y colaboradores más mediocres aún, que nunca les harán sombra. Son dejaciones asociadas a un concepto maquiavélico de la política en el que la preservación del poder, a costa de lo que sea, resulta un objetivo de primer orden.
En estos tiempos en los que la política está sometida a continuos test de estrés, a exámenes inmediatos a través de las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información, en estos tiempos en los que la dimensión del empoderamiento comunitario en el ámbito político es cada vez mayor, en los que el nivel de transparencia exigida a la clase política ha ganado muchos enteros y en los que la rapidez en que se suceden los acontecimientos genera un desgaste más acusado en nuestros representantes, la renuncia como fuerza ética va llamando a la puerta de los políticos con fuertes aldabonazos. De nuestros próceres depende su apertura.