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Tras las huella de Paracelso

el 24 de septiembre se cumplieron 475 años de la muerte del médico, figura genial, iconoclasta, revolucionario y épico, Theophastus Bombastus Von Hohenheim (1493-1541), más conocido como Paracelso. Comparable, en algunos aspectos, a Lutero, Calvino, o Copérnico en relación al vuelco que quiso dar a la medicina, este suizo-alemán ha sido figura llevada a la novela, al cine, representada en infinidad de grabados y pinturas y ensalzado y denostado, según épocas y países. Baste recordar, sin ser exhaustivos, que M. Yourcenar le hizo protoganista, con el nombre de Zenon, de su Opus Nigrun (L’Oeuvre au Noir); José Luis Borges le dedicó el relato La Rosa de Paracelso y el escritor inglés, químico y físico P. Ball su obra The Devil’s Doctor. La bio-bibliografía acerca del Paracelso es muy extensa y selecta, más apreciado en el mundo alemán, suizo y anglosajón.

Hijo de médico, nació en la localidad suiza de Einsiedeln, en el cantón de Schywz, próxima a Zurich. Se le recuerda allí con una Casa Museo y una hermosa escultura en la plaza central, frente a uno de los más renombrados monasterios medievales de Suiza, lugar de peregrinación hoy día. De raíces suabias, pronto inició una vida errabunda por Europa, inquieto por saber y conocer la realidad del mundo, sospechando que lo que se admitía como canónico y verdadero en el siglo XVI no era tal, sobre todo en el saber médico.

La leyenda se confunde con los datos reales. Se dice que estudió Medicina en Viena, desde allí viajó por Italia y se doctoró en Ferrara. De espíritu revolucionario, con ansias de saber, detestó la medicina oficial por considerarla falsa y fuera de la realidad, basada en la herencia griega que llega a Europa a partir de los árabes y contenida en libros. Se acercó a la práctica quirúrgica, muy diferenciada entonces de la medicina, en los ejércitos y armadas de Italia, Escandinavia, Holanda y Prusia. Ejerció en Estrasburgo y se asentó en Basilea, en 1527. Tuvo éxito profesional entre los notables de la ciudad, pero se enfrentó ruidosamente a la Facultad de Medicina y les provocó enseñando medicina en alemán, frente al latín universitario y llegando a quemar públicamente, una noche de San Juan, el Canon de Avicena y textos de Galeno. Mayor provocación imposible, por lo que fue obligado a salir de la ciudad y retornar a una vida de médico periodeuta por tierras de Carintia (Austria) y Suiza, para terminar sus días en Salzburgo, en donde falleció en 1541. Su recuerdo perdura hoy muy vivo en esa hermosa ciudad mozartiana con esculturas, alguna calle y sobre todo su tumba, con un gran medallón, en la iglesia de San Sebastián.

De los innumerables retratos e imágenes que de él se hicieron, pocos son fiables, salvo el del grabador A. Hirschovel, hacia 1538, en el que se nos representa a un hombre de unos 45 años muy envejecido, cansado, triste y desmadejado, mostrando su divisa, resumen de una vida Alterius non sit qui suus esse potest (Que nadie sea otro, salvo él mismo).

La lección médica que dejó Paracelso para la posteridad se podría resumir en varios aspectos. Trató de ser crítico con la “verdad oficial” y propició las bases de una nueva medicina basada en la observación, la experimentación y junto al enfermo. Ni de lejos fue un Cl. Bernard, pero atisba un camino nuevo. Introdujo la alquimia, balbuceos de la química, renovando el pensamiento, médico, introduciendo nuevas terapéuticas, a base de mercurio, antimonio, arsénico, sales y minerales. Fue el primero en relacionar enfermedades profesionales con el trabajo, claro ejemplo en los mineros que veía en Hall. Las llamadas enfermedades tartáricas las relacionó con depósitos de sustancias en las articulaciones, como la gota o podagra, “El hombre es una mina”. Nos habló, asimismo, de las “enfermedades invisibles”, refiriéndose a las mentales. Vio en la naturaleza los “arcanos”, remedios que había que saber buscar y encontrar, pues cada dolencia tenía allí su antídoto o lenitivo. Tampoco se olvidó de inculcar en los médicos lo que llamaba la “virtud”, esto es, un sentido de la ética deontológica y profesional, tan de actualidad entonces como ahora. Estuvo en todas las polémicas médicas del siglo XVI, como un rompedor y furibundo innovador de la enseñanza médica y de toda la ciencia. Apartado, excluido, por colérico y excéntrico, su obra dio fruto años después, sobre todo en Alemania, Inglaterra y Francia. Alguien lo comparó a un meteoro, que surgió, desapareció y dejó su estela.