Ahora que mediáticamente nos llevamos las manos a la cabeza por la desaparición anunciada de la asignatura de Filosofía del Bachillerato, como si alguna vez hubiera existido tal cosa entre un alumnado preocupado por aprobar y un profesorado deseoso de cumplir con el programa, recuerdo que mi metafísica vocación se despertó precisamente en el instituto Nuestra Señora del Puy de Estella, cuando todavía andaba empeñado en dedicarme a la astrofísica o a la lingüística indoeuropea.

Todavía recuerdo la escena en que a un compañero de 3º de BUP se le escapó en mitad del aula la recurrente cuestión ¿Para qué sirve la Filosofía? justo cuando el profesor, Don Alfonso, entraba por la puerta. Creo que aquel día tocaba explicar la Política de Locke, pero se nos fue la hora en un improvisado discurso que sorpresivamente se iniciara con la exclamación ¡La Filosofía no sirve para nada!

Yo, incapaz en mi fuero interno de responder convincentemente al interrogante planteado, cuando esperaba la contestación del maestro como agua de mayo, la misma llegó como jarro de agua fría. Mi estupor se vio acompañado por la extrañeza del resto de condiscípulos que no terminabamos de entender cómo el profesor de Filosofía reconocía abiertamente que la asignatura que él mismo enseñaba, no servía para nada. Aunque, bien mirado, qué cabía esperar de una materia donde su máximo referente, Sócrates, no contento con no dejar enseñanza alguna por escrito reconocía “Yo solo sé que nada sé” o “Yo solo sé que no sé” e incluso, dada la incertidumbre sobre tan pobre comienzo, vete a saber si dijo “Yo solo sé que no sé nada” lo que ya plantearía un gran embrollo epistemológico. Por no comentar la actitud de Descartes quien tras mucho pensar llegó a la conclusión de que existía -¡Menos mal!- porque de lo contrario hubiera desaparecido antes de su propia muerte.

Nadie de los allí presentes terminábamos de entender al profesor, porque Don Alfonso no había terminado de explicarse. Tras darnos el debido tiempo retórico para que por un fugaz instante nuestras hormonas permitieran a nuestras neuronas conectar para algo más que el ligoteo real, potencial o imaginario, pasado, presente o futuro, volvio a repetir su afirmación: “¡La filosofía no sirve para nada!”. Y prosiguió una lección que no he olvidado en toda mi vida:

“ Todos los oficios sirven; todas las artes sirven; todas las religiones sirven; e incluso todas las ciencias sirven; solo la Filosofía no sirve. Ahí teneis la matemática, que sirve para llevar la contabilidad de la banca; la sociología, que ayuda a confeccionar encuestas para el gobernante; la psicología, con cuyo conocimiento puede manipularse la mente de los ciudadanos sea para hacerles consumir por medio de la publicidad, sea para dirigir su opinión...”. Su alocución fue desgranando una a una las distintas ramas del saber hasta finalizar: “Y ahí teneis a la física y química, cuyos avances sirven para diseñar sofisticado armamento como, por ejemplo, la bomba atómica”. Llegados aquí ya barruntábamos todos el sentido irónico de su intervención. Pero no hasta qué extremo. “Porque es verdad. ¿Para qué negarlo? La Filosofía no está para servir ni al poder, ni al gobernante. Pensándolo bien, la Filosofía no está para servir a nada ni a nadie?”. Contuvimos la respiración pues se mascaba en el ambiente el clímax diogenesco de la escena. “La Filosofía no es una sirvienta, ni los filósofos somos sirvientes.

En todo caso, estamos para que nos sirvan”. El asombro fue mayúsculo al descubrir el otro lado de la polisemia, aunque, pasados los años, he caido en la cuenta de que la afirmación “La filosofía no sirve para nada” entraña los mismos problemas derivados del “Yo solo sé que no sé nada”.