construido a 43 kilómetros de Cracovia, en la Polonia ocupada por los nazis en 1939, funcionó desde el 20 de mayo de 1940 hasta que las tropas soviéticas lo liberaron, casi cinco años más tarde. Durante ese tiempo, cerca de un millón de seres humanos acabaron siendo asesinados. En 1979, la ONU declaró las instalaciones del campo de exterminio Patrimonio de la Humanidad, símbolo inequívoco de los horrores del nazismo. Sin embargo, aún no hemos aprendido lo suficiente como para pensar que ese pasado y su memoria, tan necesarios de mantener y de actualizar, hayan prendido en las siguientes generaciones. El temor al olvido se mantiene, pero más que eso es el miedo a que la Historia se convierta más en un entretenimiento que en una toma de conciencia sobre los retos del presente.

Así, después de lo acaecido en París, contra un supermercado kosher, y otros sucesos, como ataques antisemitas en Bélgica, la ONU ha dado una alerta para que se tomen medidas legislativas para la garantía de las instituciones y lugares de culto hebreos en Europa. De hecho, el máximo organismo internacional considera que, en palabras del periodista Sandro Pozzi (El País, 22-1-15), es crítico “evitar el fracaso moral y social que hizo posible el Holocausto”. Tanto el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, como el presidente de la Asamblea General, se refirieron a esto último apelando a la necesidad de prevenir los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la responsabilidad común de aprender.

El secretario de Estado francés para Asuntos Exteriores, Harlem Désir, señaló que “combatir el antisemitismo es combatir el odio y la impunidad”. Asimismo, el ministro de Estado germano, Michael Roth, expresó que “nadie debería vivir con temor por su origen étnico, religioso o sexual” en 2015. La embajadora estadounidense Samantha Power, estimó la urgencia de que la ONU condene los múltiples ataques contra la intolerancia, discriminación y violencia contra los judíos. Y el representante de la Liga Árabe fue más allá y condenó todo ataque contra cualquier creencia religiosa. No hay duda de que el pasado llama a nuestra puerta.

La necesidad de hacer frente a doctrinas que se empeñan en agredir o despreciar el judaísmo es solo la punta del iceberg de unas sociedades en las que nos debemos enfrentar a situaciones muy complejas. En Alemania, el movimiento Pegida es un claro ejemplo de ello, al ser una movilización contra el islam. Pero tampoco hay que desdeñar el peligro que supone que todavía se vea a los judíos como un colectivo que hay que atacar por el hecho de serlo. Auschwitz nos contempla.

No fue algo casual, no fue un error de cálculo político, sino que se produjo por una serie de condicionantes que se unieron de tal manera equívoca que provocaron una catástrofe sin parangón. Las sociedades industriales demostraron que son capaces de matar industrialmente ya sea en un campo de batalla o empleando métodos letales contra la población civil. Todo ello vino motivado no solo por una cuestión de odio sino por inconsciencia social, por no ver la crueldad, el sadismo y la inhumanidad que todo ello trajo consigo. Miles de europeos, no solo alemanes, colaboraron abiertamente en este proceso de intentar eliminar de la faz de la tierra a todo un pueblo (aunque no solo). Se creó una fría y despiadada máquina de triturar almas y cuerpos. Siempre será muy difícil de asumir y aceptarlo, ¿cómo comprender algo así? Pero nos toca llevarlo con nosotros como un equipaje del que no podemos desprendernos.

Los testimonios dejados por los supervivientes, cada vez menos, nos relatan unas experiencias espantosas (recientemente se acaba de editar un libro e inaugurar una exposición en Berlín sobre ellos). Pero aunque las palabras y los discursos son estimables, debemos encarar una cuestión de difícil diagnóstico y aún más difícil cura. La única vacuna conocida es la educación. Cualquier clase de fanatismo como de intolerancia humana es reprobable. Para ello, hay que combatir las ideas y las actitudes retrógradas en todos los frentes. Es esta la verdadera batalla pendiente de la humanidad. Al yihadismo no se le puede derrotar en el terreno militar sino en el humano, con justicia y libertades. Lo mismo ha de servir para el antisemitismo y la xenofobia, dos males endémicos en Europa. Y aunque el filósofo francés Bernard-Henri Levy, valoraba en su intervención en la ONU que el reconocimiento de un Estado palestino no va a solucionar la cuestión del odio hacia los judíos, pienso que ayudaría. No existe una receta mágica, si no hace tiempo que la hubiésemos utilizado. Las ideas más descabelladas o perversas se propagan en las redes sociales con su efecto viral pero eso no significa mucho porque el antisemitismo, no lo olvidemos, es consustancial a la historia de la vieja Europa desde la Edad Media.

El esfuerzo para luchar y proceder a desactivar la amenaza latente tanto del integrismo como de las corrientes más intransigentes reside, una vez más, en los valores que nos hacen ser fuertes: el respeto, la comprensión y la tolerancia. A veces, las comunidades humanas viven cerca pero no se conocen, no se miran a los ojos. Es hora de hacerlo, los gobiernos han de empeñarse en activar políticas en esta dirección. Pero, en cuanto a lo que nos atañe, el antisemitismo, hoy más que nunca debemos saber que los judíos no son unos extraños sino son parte de nosotros.

El conflicto palestino no ha contribuido a crear una imagen positiva del pueblo hebreo y sería interesante que desde Tel Aviv se empeñaran en revertirlo confiando en lograr la paz, pero eso no justifica ataques contra sinagogas o judíos. Auschwitz no solo es un nombre, o un suceso, es un hecho que nos contempla con su horror. No podemos permitir caer en el desliz de ignorar que el odio siempre conduce a la boca de la barbarie.