Los únicos compañeros en ese largo viaje son los autores con los que uno discute en esa especie de soliloquio intelectual al que demasiado a menudo se asemeja la actividad académica. Precisamente por eso, cuando inicié mis estudios de doctorando opté por tener un acompañante constante en esa travesía: el sociólogo alemán Ulrich Beck. No porque su compañía me resultara especialmente cómoda, siendo él un alemán cosmopolita que en su obra rehúye la pertenencia comunitaria - especialmente la nacional - como elemento político e incluso moral relevante. Tampoco porque estuviera familiarizado con su escuela, la de la sociología crítica alemana, más caracterizada por los diagnósticos macro anclados en metáforas que en el análisis conceptual exhaustivo y meticuloso más propio de la tradición anglosajona. Un filósofo liberal -en el sentido rawlsiano- que considera que hay algo profundamente global en la defensa de lo propio dialogando con un sociólogo crítico que considera la defensa de lo propio una ficción que impide resolver los problemas globales. En buena aventura me había embarcado.

Sin embargo - dejando de lado el aspecto personal -, considero que ese diálogo representa un punto de partida necesario, si no imprescindible. Ulrich Beck observa en una de sus brillantes metáforas, que la sociedad contemporánea se caracteriza por una sencilla pero potente paradoja: aquellos que tienen el poder cuentan cada vez con una menor legitimidad mientras que aquellos que tienen una mayor legitimidad, cuentan cada vez con menos poder. La sociedad del riesgo, tal y como la definió el profesor alemán, se caracteriza por la proliferación de unos riesgos - algunos naturales, otros generados por los seres humanos - que son globales por definición. Es decir, por más que uno quiera delimitar la gestión del cambio climático, la crisis financiera, la regulación de Internet, o el terrorismo global al ámbito del estado-nación, estos riesgos continuarán siendo supranacionales. Aferrarnos al espacio estanco de nuestros estados (contenedores, ciudadelas e incluso peceras, solía afirmar) por considerarlos únicos actores legítimos es, precisamente, el pecado original del “nacionalismo metodológico” en el que una y otra vez caemos en la acción - y reivindicación - políticas.

Esto lleva a que la relación institucional entre estados se convierta en una interacción de puro conflicto sin posibilidad de alcanzar acuerdos que posibiliten una respuesta adecuada ante esos riesgos. También supone desplegar una alfombra roja a los poderes fácticos que ven la globalización neoliberal como un espacio desregulado en el que operar a sus anchas. Sin embargo, frente a épocas pasadas, la sociedad del riesgo tiene otro elemento clave: los ciudadanos del mundo son, en su mayoría, conscientes de esos riesgos. Es una sociedad del riesgo autorreflexiva. Lo anterior origina que se formen cauces de acción política alternativos cuya legitimidad, siguiendo la paradoja ya mencionada, aumenta por momentos: manifestaciones y acciones reivindicativas globales, asociaciones de consumidores transfronterizas, grupos de acción que operan en red y las tradicionales ONG ahora más globalizadas que nunca, entre otros. En un escenario ideal - por el que el propio Beck abogaba, con matices - las instituciones políticas globales serían los agentes idóneos para ejercer ese contrapoder, al gozar de la legitimidad e instrumentos de poder necesarios para una regulación democrática de los riesgos globales. En ese sentido, la acción ciudadana global o cosmopolitización en curso era la antesala, tal vez más soñada que predecible, de esa democracia global.

En cualquier caso y dejando de lado los ejercicios vacuos de videncia, no cabe duda de que el diagnóstico y el propósito esgrimidos por el profesor Ulrich Beck en su obra son tan brillantes como encomiables. El caso del proceso de integración europea, con todos sus defectos (no querría ver su reacción ante la postura alemana frente a la elecciones griegas), resulta el ejemplo más tangible de aquello por lo que el profesor alemán luchó toda su vida: la acción coordinada de los estados que permita alcanzar unos niveles de bienestar (social, económico, ecológico y cultural) más elevados para los ciudadanos del mundo. Me consta que en el Instituto de Gobernanza Democrática de Donostia, dirigido por el compañero y amigo de Ulrich Beck, el profesor Daniel Innerarity, compartimos ese fin. Personalmente llevo tres años dialogando con su obra tratando de sostener que siendo la acción política global un fin necesario, exige a su vez reconocer los pueblos o naciones como sujetos políticos moralmente relevantes. Desde el pasado 1 de enero, día en el que Ulrich Beck falleció de un infarto a los 70 años, ese recorrido será más solitario. Se ha marchado uno de los pensadores más originales, prolíficos y brillantes del Siglo XX y principios del XXI. Pretender continuar su trabajo sería temerario y presuntuoso. Ahora bien, seguiremos luchando por sus objetivos. Porque ser euskaldun es una forma de ser ciudadanos del mundo. Ni más, ni menos. Goian bego!