¿A quién se beatifica con los llamados mártires del siglo XX?
dE aquella horrible guerra, la Iglesia española salió muy, muy manchada. Fue auténticamente beligerante desde julio de 1936 y presentó ya desde el siglo XIX una hoja de servicios verdaderamente cruel. En este diario he publicado varios textos de los papas y de los obispos de Vitoria de aquella época. Ahí va una síntesis: "Para que funcione la sociedad tiene que haber pobres y ricos; los pobres han de ser pacientes y resignarse a su condición y los ricos han de ser benefactores".
Los trabajadores quedaron a la intemperie, rodeados de beneficencia y caridad. Aquella Iglesia no entendía de justicia. La persecución a los miembros de la Iglesia en las zonas republicanas fue brutal. Tal persecución fue en muchos casos la réplica al terror ejercido por los llamados "nacionales", iniciadores de aquella horripilante guerra, a partir de las consignas asesinas del director del golpe, el general Mola. Obviamente, no se persiguió a sacerdotes como Maximiliano Arboleya, que en su Asturias "roja" vivió la guerra desde su ganado prestigio, defendiendo al mundo obrero durante muchos años. Nadie le tocó un pelo. Exactamente lo mismo puede decirse de nuestros Ai-tzol, Onaindía, Sagarna, etc.
Leo la crónica de la ceremonia de la beatificación. El cardenal oficiante siguió el guion preparado desde la presidencia de la Conferencia Episcopal: estos hombres y mujeres murieron a causa de su fe, por el odio a Dios y a la Iglesia. De que murieron por su fe no me cabe ninguna duda. Ahora, ¿por qué los milicianos de la República tenían odio a Dios y a la Iglesia?
No puedo creer que ese odio naciera de un rechazo y negación del mensaje cristiano o de los dogmas. Aquellas mujeres y hombres sí sabían mucho de abandono, de hambre y desamor. Más bien la Iglesia, con su magisterio social y su práctica pastoral, desde los inicios de la industrialización hasta la República, concitó sobre ella el hastío, el cansancio, el desprecio y el odio de las clases trabajadoras. ¡Qué curioso! A eso se llamó desde la Iglesia la "apostasía de las masas".
Los asesinados, para sus victimarios, eran la proyección de una institución que no les quería ni les defendía en aquel ejercicio de liberalismo cruel insertado en la sociedad industrial. Aquellos jornaleros andaluces, extremeños y obreros industriales y mineros fueron abandonados a su suerte. Ideológica y pastoralmente, la Iglesia desarrolló durante muchas décadas una opción preferencial por los más acomodados de la sociedad española, en detrimento de las clases trabajadoras, y arrastró con su pensamiento a las clases medias rurales y urbanas. Es necesario que los dirigentes de la Iglesia intenten cambiar su óptica y reconozcan, como se intentó en la Asamblea Conjunta de 1971, que la Iglesia no fue en la guerra y en gran parte del franquismo instrumento de paz y reconciliación. Durante la guerra fue beligerante y hasta cruel, en dichos y obras, con excepciones notorias. En la dictadura fue miedosa y, los más grave, legitimadora, al menos hasta el Vaticano II, de un régimen político y de una acción represiva de los que aún no se ha entonado un mea culpa.
No se puede beatificar o canonizar a aquella Iglesia honrando a sus mártires "azules". Hay otros mártires, "rojos", por ejemplo, los curas vascos y muchos laicos de otros lugares fusilados, a los que se sigue ignorando porque murieron, dicen, por sus ideas políticas. Es hora de que nuestros dirigentes eclesiales se ilustren e iluminen con la verdad a su feligresía. Es su obligación y es también nuestro derecho.