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La ikurriña del exilio

LA vi por primera vez colgada en la fachada del edificio del Euskalerria de Montevideo, junto a la bandera de Uruguay. Contrastaban los colores: la una, con sus franjas celestes y blancas y su sol dorado de libertad. La otra, con sus fulgurantes colores rojo, verde y blanco. Mi padre, en tono reverente, me dijo que aquella era la ikurriña de los vascos, las demás eran banderas. Yo pensé que Euskadi debía ser un país alegre, como lo era la comunidad que deambulaba por el Euskalerria, y no fue así como lo encontré en aquella breve parada entre nuestra salida de Uruguay y nuestro ir a Venezuela. Además, no vi la Ikurriña. Mi madre, mujer de espíritu de acero y corta de palabras, me explicó que en Euskadi seguía imperando el mismo militar dictador que los obligó al exilio en 1937. Y me señaló el edificio en el que vivió su niñez y juventud y donde una vez, en el balcón, ondeó la ikurriña. Así comprendí que, de alguna manera, la libertad y la alegría se combinaban y que la ikurriña era su expresión.

Volví a verla en la fachada del Centro Vasco de Caracas, ondeando en su mástil junto a la colorida bandera de Venezuela, bajo el límpido cielo azul del valle de los indios caracas. Era nuestra Eusko Etxea un lugar animoso y la ikurriña protagonizaba nuestros actos, interiores y exteriores: en nuestras exhibiciones de danzas, o en los conciertos de la coral. Estaba pintada en nuestro frontón de pelota, a cuyos torneos acudían autoridades venezolanas. Los venezolanos la aceptaron como parte de la identidad de una comunidad laboriosa y ejemplar que no solo prosperó individualmente, sino que, colectivamente y a fondo perdido, levantó en la cima de una colina la construcción de un Centro Vasco al modo de los caseríos de su tierra.

Seguí pensando que la ikurriña era alegría. Cuando pude leer los versos de Schiller y escuchar la Canción de la Alegría de Beethoven, himno hoy de la Unión Europea, comprendí que la ikurriña que me acompañaba en aquellos pasos vitales, resumía los versos magistrales: "Escucha hermano/ la canción de la alegría / el canto alegre del que espera un nuevo día. / Canta, sueña cantando / Vive soñando el nuevo sol / en que los hombres volverán a ser hermanos?".

Porque era así como veían la reconstrucción vasca aquellos hombres y mujeres arrebatados de sus hogares, confiscados de sus bienes, precariamente deambulando por la Europa en guerra y explorando los caminos americanos para rehacer sus hogares destruidos por los hombres del mal: Franco, Hitler, Salazar, Mussolini, Stalin. Estudié la creación de la ikurriña y me convencí más de su imparable ascenso libertario. Fue una creación de Sabino Arana Goiri en un momento peculiar de Euskadi, cuando en Nabarra ocurría el movimiento civil y popular de la Gamazada. Animado a concurrir a Castejón por su amigo Daniel Irujo Urra, padre de Manuel, y por Estanislao Aranzadi Izkue, el euskalerriako, los hermanos Arana, en un vagón de tren junto a entusiastas vizcainos, se allegaron a Nabarra. Los Arana, por su antigua amistad con los Irujo, se alojaron en casa Aranzadi, aún en pie en el Paseo Sarasate de la vieja Iruñea. En la noche que precedió al 18 de febrero de 1894, se hizo el primer boceto de lo que sería luego la ikurriña y bordado, por las manos de Juana Irujo, se llevó a Castejón, donde ondeó en aquellos vientos riberos libertarios. Tanto Irujo como los hermanos Arana llevaron prendidas en la solapa de sus levitas hojas de roble sobre un lazo rojo y blanco. Los colores se habían definido, la esperanza comenzaba a madurar, la simiente germinaba.

Resulta inédito, si no un caso único, que un pueblo sin Estado (no lo somos desde la conquista de Nabarra en 1512), divido entre dos potentes estados centralistas y con distintas y complejas administraciones, haya aceptado en todas sus partes la ikurriña como símbolo nacional. Campeó en el nacionalismo vasco que la enseñó como símbolo identitario, fue aceptada por los vascos del Estado francés, y por los vascos del el exilio americano. Los viejos luchadores de las guerras carlistas diseminados en las pampas argentinas y uruguayas y en las praderas del oeste americano la admitieron sin demora, aunque serán los exiliados del 37 los que saquen la ikurriña a la calle, como ocurrió por primera vez en octubre de 1943, en Montevideo, en razón de la Gran Semana Vasca. La ikurriña junto a las banderas de Argentina, Chile y Uruguay, en plan de igualdad institucional, presidió un desfile a cuya cabeza iba el presidente uruguayo, Juan José Amezaga.

Había ondeado dignamente desgarrada en Artxanda y los Elgetas, oponiéndose a las espectaculares fuerzas humanas y militares de los fascistas europeos, los que luego campearon en Europa y, aunque derrotada, la ikurriña siguió enseñoreando la vida de los vascos exiliados y de los vascos de la Euskadi interior que la escondieron bajo sus colchones o bajo las tejas de sus techos, porque de ser símbolo libertario se convirtió en signo de persecución. El lehendakari Aguirre, que la hizo oficial en uno de los primeros decretos de su Gobierno en guerra, la llevaba con honor sobre los hombros peregrinos y con ella fue recibido por los congresos de los países americanos, con honores propios de jefe de Estado.

Nadie dudó de que volvería a ser la insignia oficial del país de los vascos, de un lado a otro de los Pirineos.

* Bibliotecaria y escritora