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El mundo en que vivimos

un hecho verificado me sobresalta: cuanto menos actúa Naciones Unidas, mejor conserva su prestigio. Por el contrario, cuando lo hace, desbarata parte de su credibilidad bien por ineficacia, bien por ponerse de relieve que es una organización encadenada a los intereses de grandes potencias que son las que deciden. En un mundo globalizado, la crisis de autoridad mundial hace que vivamos en el interior de una nave sin rumbo o, peor aún, guiada por grupos de interés que constituyen mafias de las finanzas, de la industria militar y de las grandes compañías extractivas, al servicio de las cuales actúan gobiernos que ya no nos representan. Pensando en este escenario cuya traducción a escala de países se manifiesta en políticas que destruyen las conquistas sociales y recrean tragedias de todo tipo, me pregunto cómo es posible que no haya más y mayores rebeliones.

Hace poco tiempo, atravesando por el aire el continente africano haciendo una diagonal de arriba hasta abajo rumbo a Maputo, pensé en cuánta vida humillada hay 10.000 metros más abajo, en cuanto conflicto eterno, en cuantas esperanzas truncadas de una vida mejor, en cuanta pobreza, en cuantos millones de mujeres y hombres medio-muertos, medio-vivos. En África sobreviven los que no son nada ni nadie, los olvidados de la tierra. Los que se mueren de hambre a cada minuto, mientras una minoría del mundo derrocha recursos que no quiere compartir. Y esto ocurre mientras que el organismo que era llamado a gobernar el mundo, agoniza dando la espalda a la realidad más dramática.

Lo pensé una vez más cuando los franceses entraron en Malí. Lo peor que les ha podido suceder a los pueblos africanos es la colonización. Y en segundo lugar, su gran desgracia proviene del subsuelo. Son demasiadas las riquezas naturales como para que países desestructurados, mal divididos por los acuerdos de las metrópolis, y gobernados por la incompetencia y la corrupción, puedan resistir el ímpetu de los países ricos que a toda costa quieren garantizarse el control de lo que hay debajo de la tierra. Es por esto que cuando leo o escucho sobre las bondades de la globalización no puedo más que dibujar una mueca. Quiero otra globalización, no más de lo mismo, no más de la misma. Una globalización que respete a los pueblos y a todos sus derechos, incluidos sus territorios y todo cuanto contienen. No podemos aceptar una globalización que ha instalado un neoliberalismo de guerra.

De todo este desastre una de las grandes tareas futuras será la reconstrucción de la democracia planetaria. Hasta hora sabemos que cuanta más globalización en el ámbito de la economía y de la política, menos "gobierno del pueblo por el pueblo" y más opacidad. Si hay que empezar por algún lado, ¿por qué no por Naciones Unidas? Comparto la apreciación de quienes otorgan a la ONU el mérito de haber resistido 50 años. Pero es poco consuelo. La Carta fundacional de 1945 fue un avance de salida a la Segunda Guerra Mundial; la fundación de la ONU fue una innovación y una esperanza. En su seno se pactaron las reglas de juego de una descolonización necesaria y algunas reformas en el funcionamiento de instituciones económicas internacionales. Pero es verdad que al mismo tiempo nació en crisis: en su seno todos los estados no son iguales. Así la cúpula fue ocupada por unas pocas potencias que ejercen de guardianas de su capacidad de decidir y vetar. En todo caso aquellas Naciones Unidas de mediados del siglo XX hoy son caducas.

Se impone una reforma en profundidad que pasa por su democratización plena, y la institucionalización de un sistema de seguridad colectiva y de protección de los más débiles, sean países y pueblos. Para empezar el Consejo de Seguridad no puede seguir funcionando como hasta ahora, siendo coto privado de cinco estados con derecho de veto permanente, algunos de los cuales ni siquiera respetan el derecho internacional, ni acatan en consecuencia al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya: son países intocables. Precisamente, las sentencias de este último Tribunal deben ser de obligatorio cumplimiento, ampliándose sus competencias. También debe reforzase la autoridad de la Asamblea General en la toma de decisiones. El caso es que la propia Carta de 1945 debería ser renovada y adaptada al siglo XXI.

Muchas veces repito que la globalización es un hecho y no pueden ponerse puertas al campo. Sin embargo, no es la globalización actual conformada a la medida de políticas financieras salvajes y de grupos de interés privados que ejercen el verdadero poder por encima de los estados, la que debe prevalecer. Hace falta una nueva globalización reconducida desde abajo, desde la soberanía de los pueblos. En este sentido ubico mi preferencia por ser parte de una comunidad política en la que la ciudadanía pueda reconocerse en el poder político, ejercer una contraloría e incidir en la toma de decisiones. Por razones democráticas defiendo la soberanía de Euskadi. Y no es que añore, para nada el imposible de las comunidades rurales de Pierre Rousseau, es sencillamente que está demostrado que los estados, cuanto mayor son, mayor peligro constituyen para la democracia; y por otra parte, porque en la otra globalización deseable las uniones entre estados deberán ser sobre todo uniones entre pueblos.