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Debilidades de la democracia occidental

LA palabra griega demos quiere decir pueblo y el término kratos, poder. Por tanto, traducida al castellano, significa poder del pueblo. Se suscita, no obstante, una pregunta: ¿poder del pueblo sobre quién? Obviamente, del pueblo sobre el pueblo. Así, el pueblo es al mismo tiempo gobernante y gobernado. Pero lo que realmente cuenta no es tanto la titularidad del poder, sin dejar de ser esencial, sino el ejercicio efectivo del poder. En una democracia representativa se produce un movimiento ascendente de transmisión y delegación del poder del pueblo a sus representantes, por lo que quien ejerce efectivamente el poder no es el pueblo, sino los políticos elegidos para gobernar. En la democracia electoral, el demos se limita a decidir quién decide sobre las cuestiones políticas, por lo que la idea de participación, que es tomar parte activa, voluntaria y personal, queda reducida a los procesos electorales.

La democracia representativa es un mecanismo en cierto modo aristocrático, pues el sistema de partidos con listas cerradas y bloqueadas implica que cada facción política elija a sus candidatos más idóneos, aunque no siempre es así. Los ciudadanos saben que la fuerza de la dirección de un partido reside en la capacidad de dar y quitar cargos y de elaborar listas electorales, incluyendo a unos y excluyendo a otros. La militancia de base apenas interviene en estas decisiones, y si lo hace, busca salvar su propia alma, por lo que poco aporta a la democratización de decisiones de semejante trascendencia. Obviamente, tampoco la ciudadanía elige directamente a sus representantes, sino tan sólo a empresas partidistas. De este sistema críptico, mercantil y en cierto modo autoritario, lógicamente, no cabe esperar necesariamente la excelencia ética, política y profesional de los elegidos, pues la elección se debe más a filias y fobias, cuotas de representación geográfica, o a la simple correlación de fuerzas entre las distintas sensibilidades en el seno de los partidos. Lo cierto es que semejante panorama ocasiona la desideologización de la política y, en ocasiones, la mediocridad de la élite electa, que ya no garantiza la fidelidad ideológica ni la eficacia administrativa. Esta burocratización de los partidos es, al mismo tiempo, causa y efecto de la perversión general del espíritu democrático de la política y del desafecto de los ciudadanos hacia los políticos. Como bien decía Bertolt Brecht, "no deberíamos necesitar héroes ni profetas, pero tampoco pastores de rebaños".

En democracia, se dice que el pueblo nunca se equivoca, pero la frase, muy estética y no menos demagógica, es una falacia. Obviamente, el pueblo sí se equivoca. ¿O acaso la colectividad posee algún tipo de infalibilidad que como individuos no poseemos? El problema es que cometer errores no es algo gratuito, pues los desatinos siempre se acaban pagando. A fin de cuentas, la mayoría decide, acierta o yerra, pero si falla, paga. En España, una asignatura, Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, que no perseguía otra cosa que elevar el nivel democrático de los ciudadanos, absurdamente ha sido sustituida por otra materia más acorde con los intereses de la Iglesia y del PP. En fin, como decía Cicerón "errar es humano, pero sólo los estúpidos perseveran en el error".

La actual crisis económica nos ha llevado a constatar el fracaso del capitalismo y las debilidades de las democracias formales que lo sustentan institucionalmente. El sistema capitalista ya no produce riqueza ni facilita la emancipación humana mediante los avances tecnológicos o científicos, más bien corrobora las previsiones marxistas sobre la creciente proletarización de las clases medias y amenaza con eternizarse gracias a la utilización de los medios de comunicación, de cámaras ocultas que vigilan las calles, de escuchas telefónicas y de las redes informáticas que permiten un control disciplinario y una vigilancia electrónica universal de cualquier movimiento antisistema.

La implantación, mantenimiento y asentamiento de una democracia debe ser producto siempre de la voluntad libre de las mayorías, nunca el resultado colateral de una guerra, aunque sea contra un nación totalitaria, como la que la administración Bush pretendió imponer en países como Afganistán o Iraq. ¿Cómo creer en la democracia cuando ella es el valor en cuyo nombre Bush bombardeó Irak, mantuvo en pie el campo de concentración de Guantánamo e impuso un control sobre nuestras vidas privadas con el pretexto de protegernos del terrorismo internacional? La democracia estadounidense es un testimonio clamoroso de la traición a los ideales democráticos en favor de una plutocracia pura y simple.

Tampoco las democracias europeas se salvan de la crítica, pues son cada vez más imperfectas. Es sobradamente conocido que para presentarse a las elecciones en Italia es necesario disponer de un capital ingente y contar con el apoyo de una burocracia partidista que a distancia controla cualquier decisión que atente contra sus intereses. Por si fuera poco, en la base aérea de Aviano, localidad italiana cercana a Venecia, existe un campo de reclusión al que van a parar los sospechosos de terrorismo que los agentes de la CIA secuestran en la calle, con el silencio complaciente de las autoridades italianas. ¿Qué calidad tiene la democracia italiana?

Hoy día, resulta que casi es imposible separar los resultados electorales de las presiones ejercidas sobre los ciudadanos a través de los medios de comunicación y de una publicidad mistificadora que está en manos privadas o partidistas. Es más, las democracias formales viven cautivas bajo las reglas impuestas por el cruel mercado financiero que ni siquiera se deja conmover por la compasión. En fin, las democracias occidentales sirven, guste o no, de coartada o cobertura legal al sistema capitalista y a los banqueros que actúan como auténticos delincuentes. En fin, con sus grandezas y servidumbres, la democracia representativa ha ganado sin discusión la batalla de las ideas en el terreno decisivo de la legitimidad, por lo que la forma de gobierno parlamentario sigue siendo la mejor fórmula entre las opciones reales que se ofrecen a los estados constitucionales del siglo XXI. En cualquier caso, conviene ganar en calidad democrática y rescatarla de su dependencia de los inhumanos mercados financieros.