La canícula del julio francés dirigió el Tour a latigazos de sol. Un día caliente. Marcado en rojo. Subrayado en Mark Cavendish, el velocista de la Isla de Man, que perseguía, obsesivo, la marca de Eddy Merckx, el hombre de todos los registros. La ballena blanca de la historia del ciclismo. El tótem. El mito. Un belga a una vitrina pegado. El Deceuninck, los costaleros del británico, cuidó que la fuga no se alejase para poder situar la talla de Cavendish en el altar de la gloria en Carcassonne, una ciudad que quedará tallada en el frontispicio del Tour. Morkov llevó de la mano al velocista británico, que se desnortó un instante en su esprint más emocional. “Me perdí en una curva a derechas”, radiografió Cavendish con el corazón del éxtasis en la boca. El británico pedaleó a ciegas hasta que hizo caso a su instinto y al susurro de Morkov. “Me vi en el límite”, apuntó el velocista de la Isla de Man, sabio y veloz a los 36 años. Imperial. Morkov, siempre pendiente, rescató a Cavendish para que estallara de felicidad el 9 de julio de 20121. Un momento para la eternidad. Cavendish, hombro con hombro, con Eddy Merckx.

En la ciudad amurallada firmaron en su libro de honor Lucien Teisseire (1947), Andre? Rosseel (1951), Jean Stablinski (1962), Yaroslav Popovych (2006) y Magnus Cort Nielsen (2018). Cavendish quería estar en ese club. En realidad, el británico tenía una cita con la historia, con la grandilocuencia de la Grande Boucle. El velocista de la Isla de Man, que ha derribado todos los lugares comunes, se subió de un respingo a la peana del intocable Merckx, el campeón que contó 34 victorias de etapa en el Tour. Cavendish, desenterrado, de regreso del ocaso que le abrazaba, alcanzó al Caníbal, mordido por la ambición de Cavendish. El británico conquistó otra victoria. La cuarta del presente Tour. De festejo en festejo, de abrazo en abrazo, de esprint en esprint, de llanto en llanto, Cavendish se emparejó con Merckx. Corren en paralelo. “Es increíble. No me lo puedo creer”, aseguró Cavendish.

Antes de ese instante para los anales, en la rutina, una caída advirtió al pelotón de que el Tour nunca descansa. Simon Yates se vio en un terraplén y fuera de carrera. Con él cayeron otros. Kluge, el farolillo rojo de la carrera, no lo será más. Se apagó su destello. Tuvo que abandonar. El desequilibrio alteró al gran grupo, que tiende a comportarse como un banco de peces. La mordida de la caída supuró miedo. En ese pandemónium, en medio del ruido y del caos, Pogacar aplicó un torniquete. El líder zurció el desgarro. La agitación dilapidó a Latour y Goldstein, que estaban a la gresca desde tiempo atrás. Cuando la miseria entra por la puerta, el amor salta por la ventana. Convivían en una habitación sin vistas.

De regreso el sosiego, todos los caídos volvieron al nido, donde los centinelas de Cavendish disponían entre balconadas de vinos futuros que regarán festejos, penas, recuerdos, nostalgia, melancolía, risas, amores y desafectos. Alaphilippe, el hombre de todos los colores, era el guía tras Parcher, que quiso una quimera en la región francesa con más horas de sol. Se secó. Emboscado entre vides antiguas, el francés era un viaje a ninguna parte. En el interludio, Cavendish cambió de bici. Avería. Philipsen, uno de sus principales rivales, fotocopió la pose. Mudó de montura. El pelotón pactó un entente cordial. Los velocistas retornaron al pelotón, patroneado por Alaphilippe, un par de piernas más al servicio de la misión de Cavendish. La manada de lobos aullando. Parcher exprimió su deseo en busca de un indulto que no llegó. La llamada del gobernador solo suena en algunas películas.

Las carreteras secundarias, tan evocadoras y cinematográficas, siempre esconden algún arañazo. Ineos se encrespó. Castroviejo, endiablado, enalteció el potenciómetro. Más vatios. Pello Bilbao se adelantó. Pogacar, atento, avanzó por el margen. A una brazada de los Pirineos, el líder no quería sobresaltos. Los equipos de los favoritos se acorazaron. El Tour siempre furibundo y exaltado. Más cuando el viento sopla de costado. El nerviosismo agarró la pechera de la carrera. Caballos en estampida. Los domó Pogacar, que agitó la bandera amarilla. Su liderazgo.

Carcassonne huele a piedras y a memoria. A batallas. A historia. Hacia ese encuentro con el libro de oro del Tour, Cavendish metió el hombro y la cadera para hacerse un hueco. De cabeza a la gloria. Dispuesto a derribar las murallas y a la lógica de la edad, la polilla y el olvido. Cavendish, enterrado hace apenas unos meses, revivido en el Tour, esprintaba contra una criatura mitológica. Merckx. Suya fue la victoria de los vencidos. “Nunca hay que dejar de creer”, repite, mesiánico, Cavendish. El británico se refugió en la catapulta de Morkov para atravesar los prejuicios y alcanzar a Merckx. El danés es el Cabo Cañaveral de los velocistas. Al británico lo mandó al cielo del Tour, el reino del belga. Cavendish mete el hombro en el récord de Merckx.