Capítulo uno
Madrid, 20 de agosto de 2025
¡Cri..., cri..., cri! ¡Cri..., cri..., cri! ¡Madrecita, qué pesaditas son las chicharras con su canto!
Son las cinco de la tarde. Hace un calor del demonio y estos malditos insectos no se callan, y hasta con los auriculares puestos los escucho. Subiré el volumen un poco más.
Estoy tumbada en la cómoda hamaca del casoplón de toda la vida de mis padres en Majadahonda, Madrid, junto a Shirly Coco, mi perra. Una preciosa pomerania con increíble pedigrí, de color blanco perla, que me regaló mi amiga Soleá hace dos años. Su perra, Kira, tuvo una camada, y Soleá, sin dudarlo, dijo que uno de aquellos cachorros era para mí. Y la verdad, aunque en un principio me pareció una locura, pues adoro viajar, ahora no sé qué sería de mí sin mi perra.
—¡Selfi, Shirly!
Con cariño toco la cabecita de Shirly mientras escucho «Mystical Magical», del incombustible Benson Boone y me olvido de las chicharras. ¡Qué buen rollito me da esta canción!
De pronto cae agua sobre mí. ¡Me empapan! Y salto de la tumbona.
—A muerte con la Plebeya —escucho mientras el agua me da en la cara y apenas puedo respirar.
¡La madre que los parió!
Son Carlos y Ángel, mis hermanos. Que con unas pistolitas de agua, que la verdad no sé de dónde las han sacado, me están poniendo fina cuando grito:
—¡Pero vosotros estáis tontos, ¿o qué?!
La ficha
- Título: Ande, ande, ande la Mari Morena
- Autora: Megan Maxwell
- Género: Novela Romántica contemporánea
- Editorial: Esencia
- Páginas: 544
Siguen disparando agua. Juegan como niños. En el fondo, son dos niños grandes, y yo, despavorida, corro por el jardín llamándoles de todo, y Shirly ladra y corre juguetona tras nosotros.
—Os juro que, como me sigáis mojando, rompo las entradas del cine que tengo para el sábado y os quedáis sin ver Jurassic World: el renacer.
—Morticia —se mofa Carlos—, ¡con eso no se juega!
Si algo ha gustado siempre a mis hermanos, en especial a Carlos, son los dinosaurios. Hemos visto todas las películas del mundo juntos, y aunque esta salió en julio, y vamos con retraso por temas de viajes y trabajo, la vamos a ver juntos.
—¡A por la Plebeyaaaaaa! —grita Ángel, empapándome con la puñetera pistola.
Cuando llego hasta el lateral de la casa, empapada, al ver que me han acorralado, decido contraatacar. Para ello, y olvidándome de mi feminidad, me lanzo contra Ángel como un jugador de rugby. Lo hago rodar por el suelo conmigo y arrebatándole la puñetera pistolita, ahora soy yo quien lo moja.
Ángel grita. Chilla. Se ríe. ¡Y maldita sea, me acabo de dar cuenta de que he perdido una de mis preciosas uñas de porcelana en mi ataque!
¡Maldita seaaaaaa!
Carlos sigue descargando agua sobre mí. Soy su objetivo. De improviso, oímos a papá:
—Dejad a vuestra hermana, o le haréis daño.
—Que tengan cuidado conmigo, a ver si el daño se lo voy a hacer yo a ellos —respondo con seguridad.
Papá me mira. En su cara veo ese gesto de desaprobación que pone cuando algo de lo que hago no le parece bien.
—¡María, basta! —me reprocha.
—¿Por qué no se lo dices a ellos? —me rebelo.
—Compórtate como una señorita, por favor —replica.
—No empieces con tus tonterías —respondo.
—No son tonterías, hija. Te he dado una selecta educación, como para que ahora te comportes como una bestia parda que parece que se ha criado en el monte. —Oír eso me joroba. Papá y yo tenemos una relación especialita. Él remacha—: Tienes treinta y cuatro años.
—Y ellos cuarenta y uno y treinta y siete —indico con cierto retintín.
—¡Eres una mujer!
—¡¿Y quéééé?!
—¡Vas a dejar de contestar! —insiste.
—¡No! —replico.
Papá pone los ojos en blanco. Está claro que no callarme le pone enfermo.
—Secaos y venid a mi despacho —zanja—. Hemos de hablar de varios temas de la empresa.
El buen rollito se acaba de un plumazo. Papá tiene ese efecto en nosotros. Nos corta el rollo de una manera increíble. Me mira.
—Tú no vengas —indica con su mala baba.
Maldigo. Que me excluya de los temas de la empresa y más cuando sé que van a hablar de algo que yo he propuesto, me enfada.
—No estoy de acuerdo en cuanto a eso de no ir —siseo.
—He dicho que no —sentencia.
—Pero uno de los puntos lo he propuesto yo.
—¡Es mi empresa!
Madrecita..., lo que me entra por el cuerpo. Papá, para ciertas cosas, parece que vive en el siglo pasado, donde los hombres hacían y las mujeres callaban.
—Por el amor de Dios, papá, ¿quieres no ser tan anticuado? —suelto, enfadada.
Mi padre me mira. En su mirada veo que prepara una de sus frasecitas lapidarias.
—Y tú, ¿cuándo vas a dejar de ser tan contestona y entrometida? —dice, y se aleja.
Vale. Ya estamos con el mismo rollo. Desde siempre he sido la hija díscola. Soy la que le contesta, le rebate, lo reta y saca de quicio, aunque también tengamos nuestros momentos bonitos. Pocos. Pero los tenemos.
Carlos agarra mi mano. La aprieta y, acercándome a él, me abraza y musita:
—Tranquila, Morticia. Ángel y yo apoyaremos tu idea cuando se hable. ¡Es fantástica!
Sonrío. Mis hermanos me llaman tanto Morticia, por aquello de que nos apellidamos Addams, Plebeya, por ser la exprincesita de papá, o Miércoles Addams cuando me enfado. Cambian de mote según vean mi estado de ánimo.
—¿Qué hace el suelo de la entrada mojado? —gruñe papá.
Mis hermanos y yo nos miramos. Hemos sido nosotros. Luisa, la maravillosa mujer que lleva toda la vida trabajando en casa, aparece con el mocho del suelo.
—Madrecita, señor, lo secaré rápidamente —indica.
Papá nos mira. En su mirada veo que nos recrimina nuestro acto.
—Vamos, Luisa, necesito entrar. No tengo todo el día —gruñe.
Oír eso me enferma. No puedo con sus exigencias. Y tras enviar a Shirly a la tumbona para que me espere o le comenzará a ladrar, me acerco a él. Soy consciente de que lo que voy a decir le enfadará más.
—¿Acaso no ves que Luisa está secándolo con la fregona? —le digo—. ¿Por qué le metes prisa?
Luisa me mira. Papá también. Y cuando voy a volver a abrir la boca, mamá se acerca.
—Bendito sea Dios, Rodrigo —interviene con su tono de tranquilidad—. Se está secando el suelo. Da unos segundos.
Pero mi padre es mi padre:
—Tus hijos, como siempre liándola —contraataca—. Da igual la edad que tengan, que siempre...
—Vaya —lo corto. Y mirando a mamá me mofo—: Como siempre, cuando hacemos algo que a él no le gusta, ¡somos tus hijos! De él no.
—¡Serás niñata!
—¡Rodrigo!
Mamá me mira. Papá también.
—Mejor no abras esa boca que solo dice maldades —no puedo evitar decir, cuando veo que él va a hablar.
—¡María Addams! ¡A tu padre no le hables así! —reprocha mi madre.
—Ah..., pero ¿es mi padre? —protesto.
—Miércoles, cierra el pico —musita mi hermano Carlos.
Papá y yo nos miramos. Ya no soporta a la que antaño fue su princesita.
—Mejor me voy —sisea, dándose la vuelta.
Y sin más, pisa lo que Luisa está fregando y desaparece dando un pequeño resbalón.
Mamá, Luisa y yo nos miramos.
—Todo está bien, Luisa. Puede marcharse —dice mamá, con su tono conciliador.
Con cariño, me acerco a aquella mujer a la que adoro.
—Siento haberlo mojado —me disculpo con Luisa al tiempo que la abrazo.
—Tranquila, mi niña.
Con la mirada, Luisa y yo nos entendemos, y cuando ella se aleja, mamá, con cierto reproche y celitos, murmura:
—El abrazo ha sobrado.
—¿Por qué?
—Porque no hay que ser tan pegajosa.
—¿Quieres tú uno?
Intento abrazarla. La abrazo porque me da la gana.
—Quita. No seas tonta. —Se deshace de mí.
Escuchar aquello me hace sonreír.
SOBRE LA AUTORA
Megan Maxwell es una reconocida y prolífica escritora del género romántico que vive en un pueblecito de Madrid. De madre española y padre americano, ha publicado más de sesenta novelas, además de cuentos y relatos en antologías colectivas. En 2010 fue ganadora del Premio Internacional de Novela Romántica Villa de Seseña, y entre 2010 y 2013 recibió el Premio Dama de Clubromantica.com. En 2017 resultó ganadora del Premio Letras del Mediterráneo en el apartado de novela romántica. En 2025 fue galardonada con el premio Inspira Lectura, otorgado por Women Inspira, y ese mismo año recibió también el Premio Honorífico a toda una carrera otorgado por los Premios Caligrama.
Mamá es la mujer más buena que existe, pero los abrazos y muestras de cariño son algo que no lleva en el ADN. Nada que ver con su madre, mi abuelita Manoli. A la que cada día añoro más. Murió el año pasado a los noventa y siete años, y su muerte me dejó un gran vacío. Si alguien siempre fue cariñoso con mis hermanos y conmigo, esa fue nuestra abuelita. Ella nos enseñó el maravilloso poder sanador de los abrazos de verdad.
La abuelita Manoli desesperaba a mi padre, como sé que lo desespero yo. Ella, a diferencia de mi madre, siempre ha sido una mujer con unos ovarios bien puestos. Tan bien puestos que mi madre debió de nacer sin ellos, a pesar de que nos parió a mis hermanos y a mí.
Mis hermanos se acercan a nosotras.
—Miércoles..., ahora lo has cabreado más —cuchichea Ángel.
Molesta, le disparo con la pistolita de agua.
—¡Que te den! —le suelto, mientras veo que el agua le corre por su rostro.
—Serás bestia, ¡me acabas de saltar un ojo! ¡Mamááá! —protesta.
—Mira que eres bruta, hija mía —replica mi madre, mirándole el ojo.
Cuando mis hermanos desaparecen en el interior de la casa, mamá y yo regresamos a la piscina.
—María, no debes hablarle así a tu padre —me riñe.
—¿Y él a mí sí? —pregunto.
—Hija, ¿cuándo vais a parar de discutir? —dice, soltando un suspiro.
—¡Que pare él!
—Bendito sea Dios, María, no lo pongas más difícil.
¿Difícil? ¿Yo lo pongo difícil?
Mamá continúa su camino de regreso a la tumbona donde me espera Shirly Coco, a la que todos llamamos simplemente Shirly. Yo, al soltar la pistolita, me doy cuenta de que no solo he perdido una uña, sino más bien dos. ¡Qué desastre! Rápidamente llamo por teléfono a Conchi, mi esteticista, y quedo en que venga a casa de mis padres, esa misma tarde, a que arregle el estropicio. ¿Cómo voy a salir esta noche con estas manos?
A pocos metros y metida en la piscina está mi cuñada Inka, la simpática y particular mujer de mi hermano Ángel. Inka es rusa, rubia, alta, guapa, talla treinta y cuatro y modelo de oficio. Se cuida físicamente de una manera exagerada que a mi madre le encanta, pues en su juventud fue modelo y miss España.
En casa, por el hecho de que mi madre fue modelo, el tema de la alimentación se ha cuidado mucho. Pero una cosa es cuidarla y otra la obsesión que ella tiene y siempre, siempre, siempre cena verdura. Y, bueno, cada vez que ve que como algo supuestamente inapropiado le cambia la cara. Pero mira, ¡que yo ni soy ni quiero ser modelo!
Mis hermanos Ángel y Carlos son pelirrojos, como papá, y con unos impresionantes ojos azules heredados también de él. Venimos de familia de irlandeses. Y aunque no son guapos de manual, son tremendamente resultones.
Ángel, el mayor, tiene cuarenta y un años. Y hasta que conoció a Inka tuvo mil novias por las que sufrió por amor. Es dramático, como mamá, hipocondríaco y sentimental. Los sentimientos le pueden y es de los que llora conmigo en Navidad al ver los anuncios, algo que a mi padre lo enferma, porque él es más duro que una piedra.
Carlos, de treinta y siete años, es el soltero de oro al que se rifan las mujeres. Es resultón, simpático y tiene ese puntito canalla que vuelve locas a muchas, aunque luego es la persona más dubitativa que conozco en mi vida. Cualquier decisión lo paraliza, y eso le provoca una gran inseguridad tanto en el trabajo como en lo personal. Siempre le digo que se deje guiar por su instinto, como hago yo, pero prefiere que yo se lo resuelva.
En mi caso, yo me considero una mujer del montón. Soy la única de pelo moreno de mi familia, pues mi madre es rubia y mi padre pelirrojo. Eso sí, ¡qué pelazo tengo!
Mis ojos son de color miel como los de mamá, mido 1,70 y uso la talla cuarenta y dos. Soy decidida, empática, cariñosa y alegre. No soy guapa, pero tampoco soy fea. Vale. Está mal que yo diga esto, ¡pero sé que tengo mi puntito! Y me gusta dar y recibir amor, gracias a que mi abuelita Manoli me enseñó. Ella siempre decía que el amor era vida, porque si lo daba, lo recibiría.