ADRIANA

30 de enero

-Lo siento, mamá — dije frente a su nicho. Tragué saliva. No era fácil. La vieja foto de mi madre pareció sorprenderse al verme en el cementerio de Ciriego—. Siento haberme mudado a Madrid sin averiguar lo que te pasó. Pero he vuelto, he vuelto a Santander y te prometo que voy a hacer todo lo posible por...

Entonces sonó la alarma que había programado en el móvil.

—Hoy es mi primer día de trabajo. No quiero llegar tarde — le conté.

Le di un beso al cristal que protegía su imagen descolorida y salí corriendo por las calles del camposanto hasta mi coche.

Aquella mañana me incorporaba oficialmente a la plantilla del Museo de Arqueología de Cantabria en calidad de conservadora jefe del Área de Prehistoria.

Apenas llegué a un promontorio junto al acantilado, se me escapó un silbido de admiración: el edificio del museo era una imponente casa de indianos. La piedra gris rivalizaba con la fachada roja. En el jardín crecían plantas exóticas que los emigrantes cántabros retornados de América a principios del siglo xx habían traído para recordar a sus vecinos el origen de sus fortunas.

Mi coche recorrió el sendero que llegaba hasta la misma entrada y, una vez allí, rodeó el edificio hasta el aparcamiento del personal.

La parte trasera del museo era una explanada de césped.

Portada de 'La saga de los longevos 1. La vieja familia' Elkar

Aparqué al final del acantilado. Desde allí se divisaba una brumosa Costa Quebrada, como si me moviera dentro de un cuadro de Monet. Miré la hora en el móvil.

A primera hora había quedado con Iago del Castillo en la Sala de Prehistoria, así que lo esperé, nerviosa, mientras observaba las vitrinas: bifaces, puntas de lanzas, alguna pieza dental...

—Así que Adriana, «la que vino del mar».

La voz me recorrió de arriba abajo, descargándome un fogonazo de recuerdos difusos. ¿De quién era aquella voz?, ¿la había oído antes de aquel día?

El dueño en cuestión tenía los mismos rasgos que Héctor, el director del museo que me había entrevistado y contratado por videoconferencia, pero aparentaba algo menos de treinta años.

Aparte de la diferencia de edad, era imposible pasar por alto el detalle que los distinguía: tenía los ojos de un azul tan claro como nunca antes había visto en un ser humano. En aquel momento me recordaron a los de un husky siberiano. Mis retinas archivaron un pelo oscurísimo, mucho más informal que el de Héctor. Y era muy alto, casi metro noventa.

Por lo demás, tenía esa misma presencia que llenaba la habitación.

Sus facciones eran rotundas, casi diría que intimidantes, aunque el azul líquido de su mirada ayudaba mucho a diluir el efecto.

Yo por entonces no lo sabía — ¿cómo podría siquiera haber pensado en eso?—, pero aquel extraño color de iris delataba su edad. La primera persona de ojos azules nació hace diez mil años

debido a una mutación que, en principio, no aportaba ninguna ventaja evolutiva, y aun así tuvo éxito y se propagó por toda Europa.

El hecho de tener ese color de ojos suponía que Iago no podía tener más de diez mil años, y también suponía que Héctor podía tener más, muchos más, como de hecho así era. Pero en aquellos primeros momentos no fue en su edad en lo que pensé.

—Vaya, ¿te sabes todo el santoral? — reí para obligarme a dejar de escrutarlo.

—Qué va — dijo riéndose—, pero me gusta saber lo que significan los nombres. Es importante, ¿no crees? Hay que cargar con ellos toda la vida.

—En mi caso, el significado es literal: mis padres pasaron la luna de miel en un crucero por el mar Adriático. ¿Has oído hablar de una serie de los años setenta llamada Vacaciones en el mar?

—Love Boat, sí, mis padres hablaban de ella cuando era pequeño.

—Exacto, Love Boat. Pues el barco de la serie, el Princesa del Pacífico, fue reconvertido en barco de recreo una década después.

—¿Me estás diciendo que fuiste engendrada en el barco de Vacaciones en el mar?

—En algún lugar indeterminado del Adriático, eso es.

— Sonreí, satisfecha del efecto que le había causado mi pequeña anécdota vital. Me acerqué a él para saludarlo—: Iago del Castillo, supongo. Eres igual que tu hermano. Tienes que estar cansado de oírlo.

—Más de una vez, es cierto — dijo—. Mañana comienza la exposición del poblado cántabro y tengo que solucionar algunos flecos de última hora. Si te parece bien, esta semana nos reunimos

en mi despacho y te pongo al día de la programación de esta temporada. Vamos a tener que trabajar duro. Llevamos demasiados meses sin responsable.

—Lo sé. Elisa me puso al día.

En ese preciso momento entró mi amiga en la Sala de Prehistoria acompañada de otra chica. Elisa Garrido, antigua compañera de carrera en la Universidad Complutense de Madrid, fue quien me había avisado del puesto vacante de conservadora jefe.

Elisa estaba casada y había tenido tres hijos en cinco años. De mi primo Marcos, para más señas.

Iago se dirigió a la puerta y se volvió hacia mí antes de desaparecer:

—Nos vemos entonces en la exposición de mañana. Te dejo en buena compañía. Adriana, encantado de haberte conocido por fin.

—Lo mismo digo — le respondí.

«Lo mismo digo, Iago», callé.

ADRIANA

30 de enero

En cuanto se fue, tan rápidamente como había llegado, Elisa dejó de guardar las formas y me abrazó.

—¿Te lo puedes creer? Tú y yo trabajando juntas en Cantabria.

La contemplé con una sonrisa. Ahora gastaba un flequillo con mechas claras que impedía una visibilidad mínimamente segura.

—Por cierto, te presento a Chisca. Es estudiante de la Universidad de Cantabria, está con nosotros como becaria de mi área.

La chica llevaba los ojos saturados de rímel y la oreja taladrada de piercings. Unas botas paramilitares completaban su atuendo de gótica de manual. Me saludó con un gesto travieso y yo también le sonreí.

Ficha

  • Título: La saga de los longevos 1. La Vieja Familia
  • Autora: Eva García Sáenz de Urturi
  • Género: Novela
  • Editorial: Planeta
  • Páginas: 480

—Bueno, pues ya has conocido a Iago. Es como Héctor, pero a mil revoluciones por minuto — me dijo.

—Que no te despisten esos ojos — intervino Chisca—, a Iago no se le escapa nada, es una máquina.

—La Máquina — recalcó Elisa, acentuando todas las vocales—.

Aunque él mismo coordina todas las áreas del museo, desde Prehistoria hasta Edad Contemporánea, te aseguro que nunca habla por hablar. Se aprende mucho con él.

—Vamos, Elisa — le insistió Chisca—, no escatimes información.

Habrá que ponerla al día con los tres hermanos Del Castillo.

—Verás, hay toda una mitología montada alrededor de ellos.

Se dice que son hijos de un matrimonio de diplomáticos fallecidos — dijo Elisa.

—Por lo visto, Héctor y Iago nacieron en Santander, aunque Jairo, el menor y el más rico de los tres, nació en Londres.

—Yo he oído que en Nueva York.

—Eso es nuevo, ¿cómo que en Nueva York? — dijo Elisa—.

Bueno, es lo mismo. El caso es que Héctor y Iago estudiaron en las mejores universidades de Europa. Mientras tanto, Jairo se dedicó a mantener y aumentar la fortuna familiar. Dicen que sus padres ya venían de familias acomodadas del norte. Hace unos años volvieron a Santander, Jairo compró y rehabilitó esta casona, que había mandado construir en 1908 un indiano muy poco conocido, el marqués de Mouro, cuando volvió de Cuba.

»Hay cierta leyenda negra en torno a él. Se creía que traficaba con bienes de las antiguas colonias, y toda la propiedad estuvo sometida a una vigilancia extrema por parte del gobernador de la época, aunque nunca se supo cómo entraba en Santander con toda la mercancía. Pero un día, el marqués simplemente desapareció.

Encontraron el palacete vacío y permaneció deshabitado hasta que, hace cuatro años, el museo abrió sus puertas. Pero volviendo a los hermanos Del Castillo, los hermanos de Jairo sienten pasión por la historia, así que están al frente del museo desde entonces.

Tomé nota de todas sus advertencias, y saqué mis propias conclusiones. Por lo visto, Héctor del Castillo era el alma del museo, Iago era el cerebro y Jairo, el bolsillo.

ADRIANA

30 de enero

Una vez que salí del museo, conduje hasta mi piso de Santander, en la plaza Pombo. Abrí la puerta al grito de «¡Mamá, ya estoy aquí!», aunque ella no respondió.

Hacía años que no lo hacía.

Y lo echaba de menos: que siempre contestara «¡Estoy en el despacho, Dana!». Echaba de menos nuestra conexión, nuestras conversaciones en el sofá, bajo la manta. Nuestros paseos nocturnos por la ciudad, sin rumbo fijo. Que nos regaláramos trenzas de hojaldre o helados de Regma; mi madre era tan golosa como yo.

Echaba de menos todo lo que no había vuelto a repetirse.

Dejé atrás el pasillo desierto y me dirigí a su despacho. Frente a mí, una ordenada colección de cuadernos negros vestía la estantería desde el suelo hasta el techo.

Allí estaban las claves que en realidad buscaba: los cuadernos de los pacientes de la consulta de mi madre, la psicóloga de referencia de la alta sociedad santanderina.

Porque lo cierto es que la decisión de mudarme a Santander e instalarme precisamente en el piso de mi infancia no tenía nada de casual. Después de rondarme todas las noches de insomnio durante los últimos años, me había decidido a investigar, a llegar al fondo del asunto, por muy dolorosa que resultase la verdad; a saber qué pasó aquella tarde que cambió mi vida y la de mi pequeña familia para siempre.

Sin retorno.

El día que mi primo Marcos vino a buscarme al instituto para decirme que mi madre había aparecido muerta en su consulta.


SOBRE LA AUTORA

Eva García Sáenz de Urturi (Vitoria) publicó en 2012 su primera novela, La saga de los longevos, un fenómeno de crítica y ventas, y en 2014 la segunda entrega, Los hijos de Adán. En 2016 publica El silencio de la ciudad blanca, un thriller apasionante ambientado en su ciudad natal que ha supuesto un gran éxito en nuestro país y ha sido traducido a más de una veintena de idiomas, copando la lista de los más vendidos. También fue objeto de una adaptación cinematográfica en 2019, actualmente disponible en Netflix. Ha sido galardonada con prestigiosos premios, como el Libro de Ficción del Año en 2018 y The Golden Bullet a la mejor novela negra extranjera de 2019. Tras ganar el Premio Planeta 2020 con Aquitania, publicó El Libro Negro de las Horas, la novela más vendida de 2022, y El Ángel de la Ciudad (2023). Sus novelas superan los cuatro millones de lectores. Ahora Planeta reedita la reescritura de aquella primera novela con los dos libros ya publicados y el final esperadísimo de la saga.