En otras épocas u otras culturas yo sería alguien respetado, un profeta, un augur, un médium, pero aquí y ahora a mí este don solo me ha traído menosprecio, burla, soledad y cárcel. Esta vez, sin embargo, debéis escucharme.
Tengo visiones desde que era un niño. Recuerdo, por ejemplo, que un día en la escuela la maestra nos preguntó cómo nos imaginábamos el año 2000. “¡Habrá coches que vuelen!”, contestó alguno de mis compañeros. “¡Y comeremos pastillas con sabor a cordero al chilindrón que nos alimentarán durante una semana!”, dijo otro.
A medida que mi turno se iba acercando un temblor irrefrenable poseía mi cuerpo. Y cuando finalmente me tocó responder, entré en trance:
“Veo a cientos de personas por las calles mirando o escribiendo en una pequeña pantalla... En ella llevan su cartera, su teléfono, su bonobús, su walkman (con millones de canciones a su disposición)... Los veo hablando solos en voz alta, fotografiándose a sí mismos, preguntándole a la pantalla qué tiempo va a hacer al día siguiente… Muchos van vestidos como niños pequeños o como futbolistas... Son felices y están tristes a la vez, sonrientes por fuera y muertos por dentro, como si esas pantallas fueran lo único que mantiene en funcionamiento sus constantes vitales…”.
Mientras hablaba, sin comprender muy bien qué decía, notaba un silencio aplastante que se iba imponiendo a mi alrededor y que dejaba caer todo su peso sobre mí, convirtiéndome a los ojos de los otros niños en un bicho raro. No era para menos. En aquella época, cuando me venían las visiones, todavía ponía los ojos en blanco y echaba espumarajos por la boca y me salía de la garganta la voz de la niña de El Exorcista.
Con el tiempo fui aprendiendo a controlarme. Hacía ejercicios mentales cuando estaba solo, imaginaba por ejemplo objetos que no existían, absurdos o que carecían de sentido práctico: matamoscas con un agujero en el centro para dar al insecto una oportunidad, zapatos con plataforma para ponys, viseras transparentes…
Me parecía que si era yo el que me provocaba las visiones de esos objetos aprendería a gobernarlas, y de ese modo también las otras, las que me asaltaban de un modo espontáneo y me desataban los trances. Y en cierto modo lo conseguí, en mi cabeza sentía siempre una especie de fuego que se mantenía estable y del que solo de vez en cuando se desprendía una llamarada algo más intensa que el resto, pero que pasaba desapercibida para los demás, pues se extinguía en apenas un segundo.
El problema era que en medio de aquella uniformidad a veces me costaba discernir qué era real y qué un recuerdo, un sueño o una visión, por ejemplo, si las voces de la radio (que a veces eran el medio por el que me eran revelados algunos de los augurios) me hablaban solo a mí o también al resto; o si había visto realmente aquella vez a mis padres en la cama con otro niño que no era yo o solo había sido una imaginación mía.
En todo caso, siempre supe que era diferente a los demás y por eso no quise nunca tener una vida ni un trabajo normales. Me compré la furgoneta con mis primeras nóminas y nunca más volví a la fábrica ni a casa.
Con veinte años ya estaba conduciendo de pueblo en pueblo, como vendedor ambulante, primero con el pan y los helados, después con las pulseras y la bisutería, que solía comprar una vez al año en un viaje a México, y finalmente con mis propios cacharros −las sandalias con capota para los días de lluvia, los platos de piel de conejo para no notar los pelos en la sopa, etc.−, que yo mismo inventaba y fabricaba.
No recuerdo cuándo ni por qué incluí en mi ruta de verano la comarca de las Peñas de Urizate. Nunca había oído hablar de ese lugar ni había visto en los mapas los nombres de esos pueblos: Zarraluki, Olariz, Iribertegi, Iturrigorri…, como si todos ellos formaran parte de una geografía fantasma. Yo, sin embargo, regresaba allí cada verano.
La gente era apacible y callada, no regateaban ni examinaban la mercancía buscándole imperfecciones. Y los niños, incluso a los que yo por lo general deseaba estrangular, se comportaban de una manera educada, sin manosear las cosas ni desordenarme el tenderete. Todo funcionó bien durante años. Hasta que desapareció aquel cestapuntista famoso, Iturri IV, y me acusaron a mí de su muerte.
La razón fue que encontraron en las ruedas de mi furgoneta manchas de sangre que coincidían con su ADN. Yo intenté explicar que era porque había pasado por el sitio del accidente poco después de que este tuviera lugar y también que había visto al tipo que había atropellado al pelotari arrastrando su cuerpo hasta el coche.
No me creyeron. Tampoco ayudó mucho que en mi declaración tuviera uno de mis trances y que en él se me apareciera aquel tipo del coche arrojando al tal Iturri IV por uno de los aliviaderos del pantano que estaban construyendo en el valle. Recuerdo que conseguí controlarme y no decir nada, pues habría sido algo sospechoso que yo mismo revelara dónde se encontraba el cadáver de la persona a la que, según su acusación, había asesinado, pero no pude evitar los espasmos, ni los sudores, ni las risas nerviosas...
Estuve en la cárcel tres años. Fue una experiencia terrible. Algunos de los reclusos solían maltratarme. Me daban bofetones y luego decían: “¿Pero no eras adivino? ¿Entonces cómo no la has visto venir?”.
Finalmente, salí de prisión de un modo algo rocambolesco: un día, por casualidad, vi en el periódico la foto de un atracador al que habían detenido después de años de correrías y lo identifiqué como el tipo que había atropellado al pelotari, circunstancia que hice saber a mi abogado; advertido el juez de ello, el propio atracador confesó su crimen.
Ya en libertad, mi furgoneta se había quedado para la chatarra y, después de mi paso por la cárcel, mi odio a las personas de orden, con sus vidas establecidas, sus trabajos normales y su confianza en un sistema que aplastaba a todo el que se salía de la norma, se había acrecentado, de modo que una especie de inercia insana me llevó a frecuentar a otros antiguos reclusos y a aceptar algunos trabajos fuera de la ley que me ofrecieron. Un antiguo compañero de celda, por ejemplo, solía hacer faenas de fontanería para partidos y organizaciones políticas.
Por lo general se trataba de pequeños chanchullos, pintadas de falsa bandera, bulos en las redes… Pero en cierta ocasión me ofreció algo más gordo y, aunque al principio, cuando me explicó vagamente de qué se trataba −provocar un incendio, supuse que para recalificar unos terrenos− no quise saber nada del asunto, después, cuando añadió el nombre del lugar al que había que pegar fuego, cambié de idea: “Zarraluki”, dijo.
Odiaba aquel lugar. Era de allí de donde regresaba cuando mi furgoneta pisó el charco con la sangre del cestapuntista atropellado. Y fue en Zarraluki, localidad de la cual Iturri IV era natural e hijo predilecto, donde más empeño pusieron en criminalizarme: me declararon persona non grata y el Ayuntamiento se presentó como acusación particular en mi contra.
No sentí, pues, ningún remordimiento el día que vi el pueblo arder. Fue la única manera que hubo de sacar a esas ratas de sus agujeros, antes de inundar el valle. Los tejados de las casas caían como antorchas sobre el precipicio que habían abierto a sus pies las excavadoras. Un resplandor naranja convirtió el cielo en un infierno. Era un espectáculo majestuoso, la mejor representación de mi venganza, y yo no quise perdérmelo.
Me pagaron, además, bien por el encarguito, así que volví a trabajar con ellos más adelante, por ejemplo cuando, una vez inundado el valle, los vecinos de Zarraluki, que se habían reagrupado monte arriba en un nuevo pueblo, justo sobre la cota del pantano, volvieron a la carga y crearon una nueva Coordinadora. Según ellos la presa presentaba algunas grietas en su estructura y habían detectado desplazamientos en las laderas de algunos de los montes cercanos. Mi misión era difamar a dicha Coordinadora, por ejemplo, vinculándola con grupos violentos.
Parecía un trabajo sencillo y rutinario. Ni por asomo podía imaginar que, después de una vida llena de penalidades y menosprecios, sería esa pequeña misión la que me convertiría en el Elegido, la persona que recibiría el Mensaje.
Sucedió una noche, mientras, descolgado con un arnés sobre la presa del pantano, estaba realizando una pintada −que firmé en nombre de la Coordinadora− en la que se leía en mitad de una diana el nombre de la consejera de Medio Ambiente junto al lema ETA mátala.
La visión me llegó de repente. Vi cómo la pared de la presa comenzaba a palpitar, igual que un gigantesco corazón de piedra. Por encima de ella, con cada latido, se desbordaban pequeñas cantidades de agua, que enseguida se convirtieron en bloques grandes y compactos, los cuales al estrellarse contra la tierra resonaban de manera estruendosa.
Los aliviaderos del pantano comenzaron también a escupir columnas de agua, como si fueran ballenas enfurecidas, y con ellas arrastraban escombros, basura, huesos, que la gente había arrojado a aquellos enormes agujeros durante lustros. Valle abajo se deslizaba una enorme torrentera, que se volvió incontrolable cuando finalmente cedió la presa y el agua del embalse se vertió en un gran borbotón y se expandió arrasándolo todo, multiplicándose en miles de lenguas nerviosas que penetraban en cada grieta y recoveco del terreno, arrastrando consigo cuanto encontraban a su paso (a excepción de la rotonda, en el viejo cruce de caminos, en la que se alzaba una inquietante estatua dedicada al demonio, y que el agua rodeó de manera reverencial).
Vi, a caballo de la gran ola, las grandes y negras vigas de madera de las casas del pueblo viejo de Zarraluki, que habían caído sobre el pantano durante el incendio; vi junto a ellas el cartel del Club Náutico y otros restos de las nuevas urbanizaciones y embarcaderos para ricachones que construyeron al borde del embalse; vi las lápidas de los cementerios de los pueblos sumergidos, y los huesos de los muertos; vi, por ejemplo, una pierna desmembrada, todavía con su bota, una Panama Jack, y su calcetín puestos; vi más huesos, huesos de muertos en guerras, ajustes de cuentas, crímenes por lindes o por celos, que afloraron en simas, pozos, fosas clandestinas...; vi también el esqueleto completo de un mamut, irguiéndose sobre la cresta de agua.
Lo vi todo. Vi avanzar sin detenerse aquella masa gigantesca de agua, la vi crecer, sumando a ella cuanto encontraba a su paso, derribando con su fuerza otras presas, en otros lugares, borrando del mapa pueblos, ciudades, llegando hasta la orilla del mar y provocando tsunamis, que arrasaban a su vez países, continentes… Vi la Tierra entera desaparecer, hundirse engullida por aquella corriente de agua marrón, como café con leche, cuya espuma de destrucción dejaba en su superficie la forma de un corazón negro.
Eso es todo lo que vi, y lo que tenía, en fin, que contaros. No es, ciertamente, un mensaje muy esperanzador. Pero si acaso os sirve de consuelo, también podéis pensar una vez más −allá vosotros- que soy un tarado, que lo que yo llamo una visión, un augurio, un trance revelador, es en realidad un brote, una llamarada, una voz en mi cabeza, y que todo cuanto os he contado sobre Zarraluki, sus veranos, sus historias, sus habitantes, sus vivos y sus muertos, solo ha sido fruto de mi delirante imaginación. Nada más que eso.