Hilo, Hawái
28 de marzo de 2016
Rachel Sherrill, que cumpliría treinta años en unos días, máster por Stanford en Biología de la Conservación y estrella emergente en su campo, aún se consideraba la más lista de la clase. Casi de cualquier clase. Pero ese día, en el Jardín Botánico de Hilo, intentaba mostrarse como la profesora suplente guay ante un grupo de inquietos chavales de quinto de primaria procedentes del otro lado del océano que la miraban con los ojos muy abiertos.
—Afrontémoslo, Rachel —le había dicho el director general del jardín botánico, Theo Nakamura, aquella misma mañana—.
Hacer de guía de estos pequeños turistas es un modo de aprovechar tu inmadurez.
FICHA
- Título: ‘Erupción’
- Autores: Michael Crichton y James Patterson
- Género: Thriller
- Editorial: RBA
- Páginas: 416
—¿Está diciendo que me comporto como una niña de diez años?
—Cuando tienes un buen día, sí.
Theo era el intrépido académico que la había contratado el año anterior, cuando inauguraron el parque. Sí, Rachel era joven —y lo parecía—, pero también era muy buena en su puesto, el de bióloga jefe del parque. Era un chollo de trabajo y le encantaba.
Y, a decir verdad, una de las cosas que más le gustaba del trabajo era organizar visitas guiadas para chavales.
El paseo de aquella mañana por el parque era con unos niños muy afortunados y bien educados que habían hecho el viaje desde Covent y Stuart Hall, en San Francisco. Rachel estaba intentando mantenerlos entretenidos al tiempo que les enseñaba cosas sobre el mundo natural que había a su alrededor.
Pero, por mucho que intentaba que estuvieran atentos a lo que observaban —jardines de orquídeas, enormes bambúes, cocoteros, árboles del pan, plantas comestibles como el kukui o la piña roja, cascadas de treinta metros de altura, hibiscos por todas partes—, Rachel tenía que disputarse la atención de los niños con los dos volcanes más cercanos de los cinco que hay en la Isla Grande: el Mauna Loa, el volcán activo más grande del mundo, y el Mauna Kea, que no había entrado en erupción desde hacía más de cuatro mil años.
Estaba claro que aquellos niños de ciudad consideraban los picos gemelos un elemento destacado de la visita, la imagen más llamativa que habían visto en aquel paraíso de postal llamado Hawái. ¿Qué niño no daría cualquier cosa por ver el Mauna Loa en erupción, escupiendo un río de lava a mil grados de temperatura?
Rachel les estaba explicando que el terreno volcánico de Hawái era uno de los motivos de la abundancia de bellezas naturales de la isla, un claro ejemplo de las cosas buenas que habían producido las erupciones del pasado, que contribuyeron a que en Hawái se cultivara un café delicioso, a la altura de los mejores del mundo.
—Pero los volcanes no estallarán hoy, ¿no? —preguntó una niña, con sus grandes ojos marrones clavados en los picos gemelos.
—Si se les pasa por la cabeza siquiera —dijo Rachel—, les construiremos una cúpula encima, como las que ponen ahora en los estadios de fútbol. Y a ver qué hacen la próxima vez que quieran expulsar, aunque solo sea unos vapores.
No hubo respuesta. Grillos. Grillos campestres del Pacífico, para ser exactos. Rachel sonrió. A veces no podía evitarlo.
—¿Qué tipo de café se cultiva aquí? —preguntó otro estudiante de sobresalientes.
—El de Starbucks —dijo Rachel. Y esta vez se rieron.
«En fila de uno —pensó Rachel—. No olviden dar propina a la camarera».
Pero no todos los niños se reían.
—¿Por qué se está poniendo negro este árbol, señorita Sherrill?
—preguntó un chico curioso con unas gafas de montura metálica que se le resbalaban por la nariz.
Christopher se había alejado un poco de los demás y estaba frente a un grupo de higueras de Bengala, a unos treinta metros de distancia.
En ese mismo momento, todos oyeron el estruendo de lo que parecía un trueno lejano. Rachel se preguntó, como hacen siempre los recién llegados a Hawái: ¿Se acercaba una gran tormenta o era el inicio de una erupción?
Mientras la mayoría de los niños levantaban la vista al cielo, Rachel se acercó a toda prisa al de las gafas, que contemplaba las higueras de Bengala con un gesto de preocupación en el rostro.
—Bueno, Christopher —dijo Rachel, cuando llegó a su lado—, ya sabes que os he prometido que respondería a todas vuestras preguntas...
Pero el resto de lo que iba a decir se le quedó atascado en la garganta. Vio lo que estaba viendo Christopher... y no podía creérselo.
No era solo que las tres higueras de Bengala más próximas se hubieran vuelto negras. El color negro se extendía como una terrible mancha de aceite, y lo hacía hacia arriba. Era como una especie de río de lava al revés, y la lava desafiaba la gravedad, por no mencionar el resto de cosas que sabía Rachel Sherrill sobre las enfermedades de plantas y árboles.
Quizá, a fin de cuentas, no era la más lista de la clase.
—¿Qué demonios...? —dijo Rachel, pero se interrumpió al darse cuenta de que tenía al lado un frágil niño de diez años.
Se agachó para examinar el suelo y vio unas manchas oscuras sospechosas que subían por el árbol, como las huellas de algún animal mítico de patas redondas. Rachel se arrodilló y tocó las manchas. La hierba no estaba húmeda. De hecho, las hojas estaban secas como las cerdas de un cepillo.
Esas manchas negras no estaban ahí el día anterior.
Tocó la corteza de otro árbol infectado. Se desmenuzó, convirtiéndose en polvo. Apartó la mano de golpe y vio que tenía una especie de mancha de tinta negra en los dedos.
—Estos árboles deben de haber enfermado —dijo. Era todo lo que podía decirle al joven Cristopher. Probó con otra broma—: Quizá tenga que enviarlos a todos a casa hasta que se curen.
El niño no se rio.
Aunque en realidad aún no era mediodía, Rachel anunció que pararían para almorzar.
—Pero es demasiado pronto para almorzar —dijo la niña de los ojos marrones.
—No en San Francisco —dijo Rachel. Y mientras acompañaba a los niños al edificio principal, la mente se le disparó buscando explicaciones posibles para lo que acababa de presenciar. Pero no encontraba nada que tuviera sentido. Rachel no había visto ni leído nunca nada parecido. No era obra de ningún parásito que pudiera acabar con las higueras de Bengala. Ni del herbicida que los jardineros distribuían con tanta ligereza por las doce hectáreas del parque, que se extendían hasta la bahía. Rachel siempre había considerado que los herbicidas eran un mal necesario... como las primeras citas.
Eso era otra cosa. Algo oscuro, quizá hasta peligroso, un misterio que tenía que resolver.
Dejó a los niños en la cafetería y se fue corriendo a su oficina.
Habló con su jefe y luego hizo una llamada a Ted Murray, un exnovio de Stanford que la había recomendado para aquel trabajo y la había convencido para que lo aceptara. Ahora trabajaba con el Cuerpo de Ingenieros del Ejército en la Reserva Militar.
—Puede que esté pasando algo raro —le dijo Rachel.
—¿Algo raro? —respondió Murray—. Cómo sois los científicos, siempre con ese vocabulario rebuscado...
Le explicó lo que había visto, y se dio cuenta de que estaba hablando demasiado rápido, de que las palabras se le amontonaban en la boca.
—Vale, ya me encargo —dijo Murray—. Enviaré a alguien en cuanto pueda. Pero no entres en pánico. Estoy seguro de que habrá un buen motivo para esa cosa... rara.
—Ted, ya sabes que no me asusto fácilmente.
—Dímelo a mí —respondió él—. Sé por experiencia propia que sueles ser tú la que asusta a los demás.
Rachel colgó, consciente de que estaba asustada y de que su miedo era el peor de todos: el de no saber. Mientras los niños seguían almorzando y haciendo jaleo, se puso las zapatillas deportivas que tenía bajo la mesa y se fue corriendo hasta el bosquecillo de higueras de Bengala.
Cuando llegó, había más árboles negros, y estaba claro que la mancha iba ascendiendo por las raíces aéreas que se extendían como unos dedos grises y nudosos.
Rachel Sherrill tocó con cuidado uno de los árboles. Estaba ardiendo, como una estufa. Se miró las puntas de los dedos para asegurarse de que no se había quemado.
Ted Murray había dicho que enviaría a alguien a investigar en cuanto pudiera reunir un equipo. Rachel volvió corriendo al co-medor y recogió a su grupo de escolares de San Francisco. No había motivo para alarmarlos. Al menos, no de momento. Su última parada fue una pluviselva en miniatura alejada del bosquecillo de higueras de Bengala. La visita se le hizo interminable, pero, cuando acabó por fin, Rachel dijo:—Espero que todos volváis algún día.
Una niña flacucha le respondió:—¿Va a buscar a un médico para los árboles enfermos?—Es lo que voy a hacer ahora mismo —anunció ella.
Se dio media vuelta y se fue a paso ligero hacia las higueras de Bengala. Era como si el día le hubiera explotado encima, como uno de aquellos volcanes a lo lejos.
Los autores
JAMES PATTERSON
James Patterson es uno de los narradores más populares de los últimos tiempos. Es el creador de personajes y series inolvidables, incluidos Alex Cross, el Club de las Mujeres contra el Crimen, Jane Effing Smith y Maximum Ride. Ha sido galardonado con un Premio Edgar, diez Premios Emmy, el Premio Literario de la Fundación Nacional del Libro y el Premio Nacional Medalla de Humanidades.
MICHAEL CRICHTON
Michael Crichton (1942-2008) fue escritor. Entre su extensa obra destacan las novelas Parque Jurásico, Latitudes piratas, El mundo perdido, Dientes de dragón, Micro y Estado de miedo. Sus libros han vendido más de 200 millones de ejemplares en todo el mundo, han sido traducidos a cuarenta idiomas y han servido de base para quince largometrajes.