PRIMERA PARTE

PARÍS 1924

En aquellos días, París era tan fácil. Las casas no tenían paredes porque todos vivíamos en las calles, y estas no tenían techo porque vivíamos en el cielo. En parte por la mugre, en parte por el alcohol. Siempre borrachos, borrachos de vino, de poesía, de pintura, de risas... Borrachos de todo porque emborracharse era vivir.

«Para no sentir la horrible carga del tiempo que te rompe los hombros y te inclina hacia el suelo, debes emborracharte sin parar». Lo gritábamos. Baudelaire lo había dicho y nosotros lo llevábamos a cabo hasta las últimas consecuencias, que solían coincidir con el alba. Lo repetíamos como plegarias de misas a las que no íbamos. Era el alarido alegre de nuestras fiestas y de nuestras tristezas.

«¡Emborrachémonos!», gritaba subida en la mesa.

De ron, de palabras o de pintura, lo que el deseo pidiera.

París despertaba tarde, con las sábanas pegadas en la cara, marcada de maquillaje malo; y los adoquines sucios, de restos de verduras, porquería, lluvia y barro. Y en la triste soledad de la habitación del hotel Istria quedaba la resaca, la embriaguez bailando en la cabeza, el olor a sudor ajeno y perfume. Permanecías ahí, medio muerta, oyendo el viento que golpeaba el cristal, los pájaros buscando migas entre las mesas de la calle y el reloj que ayer y hoy por todo se ríe.

Portada de 'París despertaba tarde'.

Portada de 'París despertaba tarde'. Elkar

Quién nos iba a decir que pasada una guerra vendría otra, más destructora todavía.

Pero no nos adelantemos, qué oscura necesidad hay en sufrir por adelantado. Cuando diviso a uno de esos seres sombríos, pesimistas, funestos... huyo como de la peste. No es que me lleve mal con la tristeza, pero ya la viví.

Dicho esto, sírvame en la mesa dos copas de vino, por favor. Necesito hablar francamente. En esos años de felicidad exagerada vivíamos sin saber que éramos parte de ella, o ella parte de nosotros, consumiendo botellas, droga y nuevos vestidos. Por eso amábamos sin fecha, salíamos sin hora y disfrutábamos de los días como si fueran regalados, agotándolos hasta exprimir los minutos, los segundos y las palpitaciones de todos los corazones de la pista de baile. Siempre era el cumpleaños de alguien desconocido que, con los días, se hacía íntimo o amante, qué más da; siempre era una Nochevieja constante en la Rotonde, en Le Dôme o en la Closerie des Lilas. Thé Colombin, Le Gaya o El café des Amateurs.

Ay, París.

Ficha

Título: ‘París despertaba tarde’

Autor: Máximo Huerta

Género: Novela

Editorial: Planeta

Páginas: 472

Artistas de todo el mundo y de todas las disciplinas, ricos y pobres, gente que quería vivir, pero sobre todo olvidar la guerra, nos juntábamos en las mismas mesas. ¿Cómo lo hicimos? Nos lo inventamos. La risa y el placer como objetivo vital, sin ayer, sin excusas, sin rémora. El único freno, las trabas y otros atolladeros los ofrecían únicamente el pudor y la falta de dinero. Sobre todo, esto último. Pero eso se podía salvar fácilmente dejándose llevar en aquellos antros inhóspitos, congelados, de 1924, de ese París de entreguerras.

En la historia pasada había agresores y agredidos, atacantes y defensores, fuertes y débiles. Pero ahora todo era diferente. Ahora solo éramos muertos y vivos.

Ya sabes de qué parte estaba yo.

Mi niñez había sido oscura como las aguas del Sena. El cubo de hojalata estañada que servía para hacer sopa humeaba también para mi baño de los fines de semana. Si yo no aguantaba el jabón seco en el esparto con el que me restregaba el cuello, las orejas y la espalda, mi madre amenazaba con el cucharón. La abuela escuchaba, con el vientre contraído, aquellos gritos ahogados de niña. «Es mi Cenicienta, que pronto será princesa», decía con una sonrisa. Luego merodeábamos entre los puestos de coles que tenían un olor terrible. Apretábamos el paso entre la gente que vestía gabanes grasientos por los fardos de comida que cargaban en los hombros, entre las gordas andrajosas que cortaban pan y lo untaban de manteca junto a animales atados con cuerdas a las patas de las mesas, porque habíamos robado algo. Digo habíamos porque la mirada de la bribona de mi abuela me hacía cómplice. Así que aquella chiquilla, delgada y maliciosa, tenía que correr con la mitad del botín en los bolsillos para salir cuanto antes del laberinto de puestos de verdura y latas de sopa caliente. El aire era espeso y al mismo tiempo refrescaba, el hambre tenía un olor a mierda inexplicable, acuchillado, lleno de nubarrones grises, pero al mismo tiempo balsámico porque nos dominaba el estómago por encima de todo. Correr entre los ajos, los hatillos de tomillo, la lavanda, las zanahorias, las patatas que al rozarlas rodaban por el barro que me salpicaba en la cara, tan próxima entonces al suelo. Vapores, perros hurgando entre la basura, cántaros de leche, ramos de alcachofas, montones de judías verdes, lechugas atadas, matas de apio y puerros, mesas con cebollas y queso, tomates y berenjenas alineadas como músicos y, de pronto, el estiércol a mis pies, salpicado hasta las rodillas. Y cuando estábamos fuera, otro mundo. En los alrededores del mercado aparecía la civilización más elegante a los ojos de una niña: horteras trajeados curioseando novedades, hombres con manguitos limpiando herramientas que trataban como joyas, y putas que aumentaban la alegría de aquellos seres de pantalón, levita y chaleco. Me entraban unas ganas locas de quedarme allí, mirándolas marchitarse como flores ante las rudas manos de los hombres que las galanteaban al cogerlas por la cintura, o más abajo.

—Vámonos, Kiki — cortaba mi abuela la ensoñación en medio de la barbarie de porquería y deseos—. Mamá nos está esperando.

Aquel barullo excitante y peligroso en el que me crie fue mi pasaporte para distinguir ladrones, pícaros, tramposos y truhanes. El suelo pringoso, pero la sonrisa a tiempo. Sí. Esa era yo: la sonrisa a tiempo.

Ahora escuchaba el fragor de la alegría de tazas y vasos de Le Dôme entre la multitud achispada y gozosa, y mascaba los recuerdos que obstruyen a veces la felicidad. Son una agonía. La melancolía lo invade todo de repente, como los escalofríos de madrugada que hacen castañetear los dientes. Lo mancha todo. La miseria de la niñez lo ciega todo. Sigue ahí. No escapa. Mejor beber.

Olvidamos por aquel entonces los horrores, olvidamos la guerra, olvidamos los uniformes, olvidamos los terrores, olvidamos las casas y salimos a las calles. París era una fiesta, sí. Las terrazas de Montparnasse estaban llenas, el jaleo en el interior fluía como espuma hacia las aceras, a borbotones; los artistas pintaban, los músicos nos hacían danzar con el jazz, trenzándonos entre vidas nuevas, desconocidas, sin nombre; las mujeres nos cortamos el pelo, libres y salvadas, y nos arrancamos el corsé como una piel vieja, seca, gastada. Innecesaria. ¿Qué teníamos? Nada. O todo. El insensato poder de la vida en unas manos que arañaban lienzos, vestidos y sábanas. Éramos pobres pero felices. Jamás lo fuimos tanto. Jamás.

Alice y yo éramos uña y carne. Pero en medio de ese tiempo, ella decidió montar una tienda en París. Yo seguí bailando y cerrando locales que eran idénticos a los hombres con los que me acostaba. De modo que no recuerdo el nombre de ninguno. Y si lo hago, me duele. Porque todos me hicieron bailar. Alice había apostado por uno solo: Ërno Hessel, un exmilitar dueño de su destino y de sus negocios, rico y guapo como pocos, elegante y sofisticado. Bueno. Era un hombre bueno, además. Un buen hombre. Tal vez yo también habría puesto mis monedas en el número de su ruleta, todas, pero consciente de que lo perdería todo en un santiamén. Ella no, mi amiga Alice las puso sobre el tapete soñando que ganaría años a su lado. Pero la fortuna es una hija de puta, gigante, inmensa, desagradecida y saltimbanqui. Aquí se queda hoy, allá se instala mañana. Para algunas de las mujeres que llenábamos las calles de París siempre era ayer y, con suerte, hoy. Nunca había un mañana. La suerte era un mísero hado que jugaba con nosotras, nunca al revés. La sombra de la fatalidad estaba a la vuelta de la esquina, sin signos de orientación. La brújula estaba siempre en el corazón, aunque yo la pusiera muchas veces en la entrepierna.

Alice y yo.

Alice era mi mejor amiga.

SOBRE EL AUTOR

Máximo Huerta (Utiel, Valencia, 1971) es escritor y periodista. Ha publicado las novelas Con el amor bastaba, El susurro de la caracola, Una tienda en París, La noche soñada (Premio Primavera de Novela 2014), No me dejes (Ne me quite pas), La parte escondida del iceberg, Firmamento y Adiós, pequeño (Premio de Novela Fernando Lara 2022). Es autor de los relatos El escritor, Elsa y el mar, La banda de Olivia y Partir de cero; de los libros ilustrados Mi lugar en el mundo eres tú, Paris sera toujours Paris y Viva la Dolce Vita, así como de la colección de columnas periodísticas recogidas en Intimidad improvisada. En 2023 cumplió uno de sus sueños de la infancia al inaugurar La Librería de Doña Leo, que en poco tiempo se ha convertido en un maravilloso centro de convergencia literaria y cultural en Buñol, Valencia