Tigray es una región árida y rocosa situada en Etiopía. Eminentemente agraria y con pocos recursos, es una zona condenada a la pobreza, pero que ahora se encuentra en una situación desesperada después de una guerra que comenzó en 2020 y acabó casi dos años después. Se calcula que el conflicto armado acabó con 600.000 civiles muertos, 120.000 mujeres violadas y alrededor de 2,5 millones de personas desplazadas tras quedarse sin hogar. Un balance terrorífico.
Pese a ello, y en la época en la que cualquier anécdota o suceso se refleja en las redes sociales de forma inmediata, muchas personas ni siquiera conocen lo que ha sucedido y está sucediendo allí. “Ha sido una guerra invisibilizada”, dice Lierni Fernández, donostiarra. A su lado asiente Lide Ugarte, de Soraluze. Ambas forman parte de la ONG eibartarra Egoaizia, que decidió volcarse, dentro de sus posibilidades, con la gente de Tigray. Han viajado en dos ocasiones a la zona y han sido testigos de las consecuencias de una guerra “cruel, inhumana, sin ninguna piedad”, exponen.
Lierni conoce bien Tigray: “En su momento fui de voluntaria a Bukro con el padre Ángel. Iba a estar tres semanas, pero justo entonces estaban ampliando el hospital de la zona, tenían dificultades para interpretar los planos y me pidieron ayuda porque yo había sido jefa de obra. También se estaban construyendo una presa y un local social, entre otros edificios. Pensé que tenía que ayudar y me quedé siete años”.
Cuando estalló la guerra, en noviembre de 2020, la donostiarra ya no se encontraba en Etiopía. “No podían salir de Tigray, porque la zona estaba bloqueada, y los cortaron todas las comunicaciones, incluida la telefónica, así que no podían contar las atrocidades que estaban sucediendo. Algunas personas tenían un acceso muy limitado al satélite y, gracias a eso, pude hablar con ellas una vez a la semana para conocer lo que estaba pasando”.
El origen concreto de la guerra no queda claro, ya que “se culpan entre las dos partes, es una guerra civil del Estado contra la región del Tigray”, pero lo que sí aseguran Lierni y Lide es que “la respuesta del Estado fue muy dura”. “Les bloquearon y dejaron morir a miles de personas”, dicen. Las disputas son constantes en Etiopía. “Conviven más de 80 etnias, cada una con su cultura, y está todo muy tensionado”, cuenta Lierni: “Hace ocho años que no vivo ahí, pero en mi último año ya hubo quemas de casas entre etnias, quemas de edificios de autoridades locales... empezaba la violencia”.
Se da la circunstancia de que el primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed Ali, había recibido el Nobel de la Paz en 2019. “Y al año siguiente empuja una guerra”, lamentan. Un enfrentamiento en el que el Estado ha recibido la ayuda de Eritrea, uno de los países vecinos: “El Tigray ha estado como un sandwich, por arriba entraron los eritreos y por debajo los militares del Estado”.
Las consecuencias de la guerra han sido brutales: “Han muerto 600.000 civiles y se calcula que 120.000 mujeres han sido violadas como arma de guerra. Violan por hacer daño y por destruir familias. Las mujeres se encontraban indefensas porque los hombres estaban en el frente”. A lo que hay que añadir que 2,5 millones de personas –de las alrededor de 6 que viven en Tigray– tuvieron que dejar sus hogares “huyendo del horror”. Muchas de ellas aún no han podido regresar a sus casas.
En noviembre de 2022 se acordó el cese de hostilidades, aunque Eritrea no fue parte del acuerdo y las guipuzcoanas alertan de que “la situación sigue siendo muy inestable. No hay un acuerdo de paz como tal firmado y con cualquier movimiento puede surgir de nuevo el conflicto”.
“Viven hacinados”
Casi dos años después del fin de la guerra, la situación sigue siendo durísima para los habitantes de Tigray. “Se unió la pandemia con la guerra y casi un millón de personas siguen desplazadas de su hogar, y lo peor de todo es que no tienen mucha esperanza de volver porque sus casas han sido ocupadas o destruidas, lo han perdido todo. Ha habido colegios más de tres años cerrados y, cuando se han vuelto a reactivar, los alumnos comparten espacio con la gente desplazada que vive en los colegios y duerme en el suelo. Además, los colegios han sido saqueados y no hay ni pupitres, ni material escolar”.
La otra opción para las personas desplazadas es dormir “hacinados” en tiendas de campaña de campamentos improvisados con “poca agua, bacterias y sin posibilidad de desarrollo”, describe Lide.
El primer viaje de estas dos integrantes de Egoaizia a Tigray fue en febrero del año pasado. “El país había estado bloqueado dos años y, cuando abrieron, fuimos en avión. Cogimos el vuelo de ida, pero no pudimos coger el de vuelta, lo compramos una vez que llegamos allí. Su segunda visita ha sido a comienzos de este 2024 y su plan es continuar acudiendo a esta zona de Etiopía al menos durante los tres siguientes años.
Hay “tanto trabajo que hacer”, algo “inabarcable” para una ONG modesta, que se han centrado en dos aspectos. El primero es ayudar a superar el trauma a las mujeres violadas durante la guerra. El segundo, tratar de impulsar de nuevo una economía basada en la agricultura y que ha quedado más que maltrecha.
Mujeres traumatizadas
“Trabajamos con organizaciones locales que conocen el contexto y a la población afectada. Hemos intentado facilitar un lugar seguro en el que expresarse, porque, si no, ellas no tienen a quién contar lo que les ha pasado, y además se les rechaza. Llevan ese peso dentro. Son mujeres que se han quedado bloqueadas y traumatizadas”, cuenta Lide. “En esos espacios creados, se abren y hablan sus traumas. Las ceremonias del café han sido la manera de crear ese diálogo con confianza, en el que encontrarse tranquilas, han podido tejer redes entre ellas. Para superar ese trauma el primer paso es contarlo y apoyarse entre ellas. Algunas nos decían que si no hubieran hablado, se habrían suicidado”, añade Lierni, que dice que el año pasado acompañaron de esta manera a 400 mujeres locales y este año a otras 300.
Los traumas que arrastran estas mujeres de Tigray son terribles: “Las atan, las violan, piden a abuelos que violen a sus nietas, si se niegan los mutilan... una barbaridad. Ha sido una guerra terrible, inhumana, sin ninguna piedad. No te puedes imaginar hasta dónde llega la crudeza del ser humano”. A lo que hay que añadir, apunta Lide, que “muchas tienen hijos de esas violaciones, niños a los que, además, apenas pueden alimentar”.
Necesidad de ayuda externa
Ayudar a la población local a reactivar su economía, que ha quedado muy dañada porque “el 85% de la gente vivía de sus tierras y sus animales, y ahora la mayoría no tienen nada”. “Queremos poner nuestro granito de arena para reestablecer sus medios de vida. Hemos distribuido herramientas de labranza, semillas y hemos repartido gallinas y ovejas gracias a nuestras socias locales”, explican.
El solo hecho de repartir fue complicado durante mucho tiempo: “ Ahora entran camiones a Tigray, pero durante la guerra, al estar la región bloqueada, todos los recursos llegaban de dentro, y no había casi nada: había pocas gallinas, tampoco semillas, la gasolina se terminó... la región de Tigray es muy montañosa y nuestras socias locales tenían que andar por las montañas para llegar a la población. Fue complicado hasta mandar dinero porque los bancos estaban bloqueados, a veces nos lo devolvían. Tuvimos que hablar con los pocos aviones que fletaba Naciones Unidas para mandar dinero a Adís Abeba y de ahí en metálico a Tigray”.
“Dimos gallinas a 300 mujeres para que ellas puedan volver a reactivar su economía. Es para propio consumo porque no pueden aspirar a mucho más. También hemos formado a agricultores sobre nuevas técnicas para ejercer la agricultura con agua limitada, porque a todo lo que les ha pasado se añade que el último año llovió incluso menos de lo habitual”, añaden.
La agricultura que se puede poner de nuevo en marcha, aún de manera muy limitada, les permite “subsistir y comenzar a hacer trueques en el mercado”. Pese a ello, alertan tanto Lierni como Lide de que “aún no se puede hablar ni de una reactivación de la economía ni de desarrollo”, sino de una “crisis humanitaria” de grandes dimensiones. No en vano, se calcula que “tres de cada cuatro personas de Tigray necesitan ayuda externa para subsistir”. El problema es que la ayuda llega con cuentagotas. “Las grandes ONG están en otros sitios y la gente se siente desamparada, abandonada”.
La situación incluso ha empeorado en un año, expone Lide: “La población local está cansada. Al acabar la guerra, creían que iba a llegar la ayuda humanitaria, pero ha pasado el tiempo, ven que la ayuda no llega y están perdiendo la esperanza. La guerra ha sido durísima. Pese a todo, no percibimos ganas de salir de allí. Es su país, aman su tierra y han luchado mucho. Nos piden que no les abandonemos”.
Lamentan las dos guipuzcoanas que “las ONG grandes como Naciones Unidas, por ejemplo, podrían hacer más por Tigray”. En cambio, las pequeñas, como Egoaizia, tienen “un acceso más directo” a la población local: “Vamos a estar ahí para apoyar a las mujeres a superar sus traumas y a poner en marcha su economía. Tenemos un plan estratégico para los próximos tres años, y habrá mucho que hacer”.
Con todo lo que cuentan Lierni y Lide, resulta aún más difícil de creer lo ”invisibilizada” que ha estado la guerra de Tigray: “Son muy conscientes de que no iba a haber un interés internacional en ellos. Etiopía no tiene ningún recurso económico que interese y por eso no se interviene”.
“Te culpabilizas”
Las integrantes de Egoaizia admiten que “por mucho que intentas ayudar, el problema te supera y piensas que puedes hacer mucho más. Son gente que necesitan muchas cosas. Nuestro lema es Soñemos con un mundo mejor, y tenemos esperanza de que cambien las cosas. De hecho, hemos visto mejorar la vida de muchas personas, pero el camino es largo y duro”.
Lide va más allá: “Vuelves y piensas en la suerte que tienes de vivir aquí y también en qué mierda estamos haciendo para que el mundo esté así. Te culpabilizas. Ves que hay tantos países que necesitan ayuda... Lo único que se puede hacer es aportar algo, como Egoaizia con Tigray”.