Una nueva palabra recorre los noticiarios y la prensa de nuestro entorno. Su solo nombre causa escalofríos. Fentanilo. Un opioide sintético que se ha convertido en una plaga en los Estados Unidos y que, por primera vez, empieza a localizarse en Europa. El temor a que las imágenes que inundan las redes sociales sobre los estragos del fentanilo en las calles norteamericanas lleguen a Europa comienza a sentirse a nuestro alrededor. Pero la plaga que sacude a los Estados Unidos va más allá de los trágicos efectos de una droga determinada. Una historia de avaricia, corrupción, desregulación e incompetencia gubernativa, del que se puede sacar más de una lección.

El origen de la crisis es algo ya conocido, ha hecho correr ríos de tinta en los Estados Unidos, e incluso ha sido llevado a la televisión varias veces. A mediados de los años 90, los herederos del imperio económico de la familia Sackler descubrieron la fórmula para aumentar exponencialmente los beneficios de su conglomerado farmacéutico. Lograr que los opioides que se suministraban únicamente a pacientes con grandes dolores, debido a su alta capacidad de adicción, se generalizase al mayor número de usuarios posible. Nacía el OxyContin, la supuesta panacea contra cualquier dolor. Un fármaco que, a pesar de ser un opioide muy potente, al ser prescrito bajo control médico, era incapaz de crear adicción según sus comercializadores. La realidad era muy diferente.

Muchos factores contribuyeron a que un opioide de gran capacidad de adicción se comercializase masivamente por todo el país ante la pasividad de las instituciones. Principalmente, una industria en la que lo importante eran sólo los beneficios, sin importarle convertir a sus usuarios en auténticos adictos. En segundo lugar, un sistema administrativo que no puso en marcha las medidas para evitar que el fármaco obtuviese el visto bueno legal para ser comercializado, a pesar de que los estudios científicos que aseguraban la incapacidad de crear adicción no se sostuviesen de ninguna manera.

Y, en último lugar, una cultura como la norteamericana en la que debe haber una pastilla capaz de evitar hasta el dolor más pequeño. Un cóctel que, bien combinado, estallaría en una de las crisis sociales más graves a las que se ha enfrentado la sociedad norteamericana.

El OxyContin, arropado por una legión de jóvenes comerciales ansiosos de lograr las mayores ventas posibles para aumentar sus comisiones, junto a una clase médica que decidió también aprovecharse del negocio a su manera y unas autoridades que miraban hacia otro lado, se expandió entre todo tipo de personas y clases sociales, creando una legión de adictos que se expandía por todo el país y con él lentamente todas las actividades propias del mundo marginal de la drogadicción: delincuencia, asaltos, tráfico ilegal de medicamentos, muertes por sobredosis…

Poco a poco, los estragos se fueron haciendo más visibles para una sociedad que iba descubriendo nuevos perfiles que normalmente no se asociaban a la adicción a las drogas. Pacientes con dolores recurrentes, jóvenes deportistas con lesiones, personas con dolores de espalda… cualquier persona con algún tipo de dolor podía tener acceso a un medicamento que, con el tiempo, la volvería adicta. El aumento de casos de sobredosis y muertes haría que la presión social comenzase a hacerse cada vez más fuerte y comenzasen las acciones legales contra los Sackler.

El proceso legal contra el OxyContin fue largo y duró varios años, lo que hizo que la plaga siguiese expandiéndose por todo el país durante un largo tiempo. Para cuando se paralizó la comercialización masiva el daño ya estaba hecho. Aún continúa el proceso legal de indemnización al que se enfrentan los Sackler por su responsabilidad, a pesar de la disolución de la farmacéutica. Tampoco hay que olvidar que también otras farmacéuticas siguieron los pasos del OxyContin, aunque a una escala más pequeña. A finales de la primera década del siglo XXI parecía claro que la responsabilidad de las farmacéuticas era ineludible en la plaga que asolaba a los Estados Unidos. La comercialización de este tipo de fármacos se volvió a restringir, pero el daño ya era irreparable.

La inundación de fármacos opioides en las consultas había dejado una legión de adictos que ahora buscaban una nueva droga para saciar su adicción. Después de los fármacos, fue la heroína la que volvió a cabalgar por las calles de los Estados Unidos. Su bajo precio y los nuevos métodos de distribución de los traficantes, más accesibles a los consumidores a través del reparto casa por casa, hicieron que tras el OxyContin, los Estados Unidos se enfrentase a la segunda ola de la plaga.

La capacidad de adicción del fentanilo es 100 veces más potente que la morfina y 50 más que la heroína. | FOTO: E.P.

Alta capacidad de adicción

Pero, por si esto no fuese suficiente, en 2013 la magnitud del mal aún llegaría más lejos, todavía era posible que la situación empeorara. Entonces hizo su aparición en escena un nuevo protagonista, el fentanilo. Un opioide sintético ya conocido anteriormente, pero mucho más fácil de producir y con una mayor capacidad de adicción respecto a los demás opioides, 100 veces más potente que la morfina y 50 veces más que la heroína. Además, al ser muy pequeña la cantidad que produce la adicción, puede introducirse en otras sustancias, aumentando la capacidad de adicción de estas.

Actualmente el fentanilo ha creado su propio circuito de producción y consumo. Sus componentes químicos se compran en China y son enviados a laboratorios de México o los propios Estados Unidos, donde tras su fabricación se introduce en otras sustancias y se comercializa por todo el país. Sus efectos, convirtiendo a los adictos en una especie de zombis, la han hecho ser conocida precisamente como la “droga zombi”. En 2021 se superaron las 100.000 muertes de sobredosis en los Estados Unidos, con el fentanilo como uno de los principales causantes de esta espeluznante cifra, ante la que cualquier explicación parece quedarse corta. La plaga es una realidad que está desangrando Estados Unidos a nivel nacional, convirtiéndose en uno de los problemas sociales más graves a los que se ha enfrentado recientemente el país.

Pero, ¿hay algo más detrás de esta plaga, además de la codicia de las farmacéuticas y la desidia de la administración? Para algunos autores, la crisis de los opioides no es un problema aislado en la sociedad americana. Las enfermedades metales, la depresión y otros problemas sociales también ven aumentar sus cifras. Todos estos problemas sociales serían el reflejo de una sociedad que está pasando por una crisis que nadie parece reconocer. Un declive de la sociedad americana a muchos niveles del que la crisis de opioides no sería la causa, sino uno de sus síntomas más trágicos.

En 2013 el periodista George Packer escribió un interesante libro titulado El desmoronamiento. 30 años del declive americano. Packer situaba los orígenes del fin del sueño americano hace 30 años, cuando Ronald Reagan optó por una liberalización total de la economía y del Estado que, años después, unido a la globalización y la generalización de los modelos empresariales de Amazon y Walmart, junto a la deslocalización de la industria pesada tradicional, sellaron la sentencia de muerte de la clase media norteamericana, dejándola en manos de trabajos precarios y de sobrevivir a través de mínimas ayudas sociales.

Zonas industrializadas

Como consecuencia, la desigualdad social se ha elevado y antiguas zonas industriales han caído en el abandono y la marginación. No es casualidad que las zonas desindustrializadas del interior de los Estados Unidos, la región conocida como “el cinturón del óxido”, sean las zonas más castigadas por la crisis de los opioides. Packer lo tiene claro, las elites políticas han abandonado a la clase media norteamericana, junto a las tradicionales instituciones que históricamente sirvieron de salvavidas de la clase media, abandonándola a su propia suerte.

El declive social al que se enfrenta la sociedad norteamericana, en un momento en el que el antiguo modelo económico desapareció por la globalización y la deslocalización y en el que tanto las administraciones, los partidos políticos y las instituciones de toda clase han desistido de sus antiguas funciones, explican no sólo cómo se permitió a las farmacéuticas comercializar con opioides a gran escala, sino también cómo una clase media completamente abandonada fue empujada a la marginación.

En agosto de este año, Oliver Anthony, un joven cantautor, subía a Youtube un vídeo casero donde interpretaba una canción con un título llamativo, “Los hombres ricos del norte de Richmond”. La canción hizo historia colocándose entre las más escuchadas. Su letra, una crítica a la elite política de Washington por su abandono del americano medio, se convirtió rápidamente en el himno de una generación de estadounidenses que han sufrido en sus carnes la desaparición del sueño norteamericano.

Una generación que, como Anthony escribe en su canción, “ha estado vendiendo su alma trabajando todo el día por una paga miserable”, “viviendo el nuevo mundo con una alma vieja”, donde los jóvenes “acaban seis pies bajo tierra, porque todo lo que hace este país es seguir pateándolos”. Toda una declaración de intenciones, y un grito desgarrador a una sociedad incapaz de parar un declive social que ya dura varias décadas, y ante el que la clase política solo es capaz de ofrecer populismo y polarización, mientras mira hacia otro lado como está ocurriendo con la plaga de los opioides.