Tito Berni. La clásica trama de comisiones, promesas incumplidas y juergas con barra libre de alcohol, señoras putas, con perdón, y farlopa, picoleto incluido, que nos retrotraen a 1990 con las fiestukis de Luis Roldán en Mallorca o, más frugal en las formas, solo marisquito y fino, ricos, al despacho oficial del hermanísimo Juan Guerra, pícaro conseguidor. Gamberradas cutres y penales, en absoluto comparables, por su trascendencia social y política, al caso Kitchen, organizado por un ministro de Interior meapilas, su secretario de Estado y una policía política al servicio de su partido. Y como complemento, al cuadro costumbrista de la España cañí, el besapiés del Cristo de Medinaceli. Es la España de la txaranga y la pandereta, de cerrado y sacristía que lamentaba Antonio Machado, perpetuándose por los siglos de los siglos. Amén.

Hipofagia

Que es la manera culta de referirnos al consumo de carne de caballo. Que sí, que hay que comer carne porque nos aporta proteína de calidad. También de caballo, llegado el caso y sin olvidarnos del cordero.

El pasado lunes, la cuadrilla de Amara Viejo con la que, de vez en cuando, tomo un par de potes por La Fonda o La Bella, debatía sobre los motivos por los que no existe en Donostia ninguna carnicería caballar. No hay suficiente demanda por razones culturales. Y la poca que pudiera haber es abastecida directamente por los productores vía online, desde Araba, Bizkaia, Navarra o Amezketa, a precios muy competitivos.

En el Cuaternario se consumía carne de caballo. Los tártaros maceraban la carne equina con los sudores del jinete y de la montura y ese steak tartar constituía su alimento básico durante sus correrías. Lo propio hacían las tribus germanas, los bárbaros para los romanos que, junto a persas y griegos, repudiaban a este animal como alimento.

Otros argumentan razones de tipo religioso para evitar su consumo (Levítico, 11, 3-4: comerás el animal de pezuña partida, hendida en dos uñas y que rumia...).

Fue el papa Gregorio III (731-741) quien encomendó a San Bonifacio, evangelizador de los tudescos, para que les persuadiera de abandonar

la hipofagia, aunque el inescrutable interés papal bien pudiera estar relacionado con la necesidad de fomentar la cría caballar para frenar el avance musulmán. Con esta gente meliflua, nunca se sabe.

Algunos autores mantienen que esta carne se consume en Europa desde la Batalla de Eylau –actualmente está en un enclave ruso dentro de Polonia, como Treviño– en febrero de 1807, entre el ejército de Napoleón y el ejército ruso, que ganó el francés con serias dificultades, cuando se autorizó a la tropa francesa a comer los caballos muertos en la contienda. En estos campos de batalla se daban cita carroñeros de todo tipo, desde los que saqueaban todo lo de posible valor, calzado, ropa, cascos y armas, hasta los que arrancaban los dientes de los muertos para confeccionar dentaduras postizas.

Italia es gran consumidor de carne caballar, en fresco o en embutidos, el Spezzatino, la Patissada o la Tagliata di Cavallo de Verona, Siena o Turín, la mortadela boloñesa, incluso hacen un jamón de caballo slinzega al horno. En Alemania, el sauerbraten de Renania se hace con carne marinada de caballo viejo y cansado.

Bélgica, Holanda, Francia, Suiza, Rusia y China son grandes consumidores. Japón la prepara a modo de sushi e investiga genéticamente para conseguir un potro wagyu. En EEUU, organizaciones animalistas batallan por la prohibición del sacrificio y consumo y en Reino Unido no se contempla.

En 2020, España produjo 9.529 toneladas de carne equina, pero el 90% se exportaron. Navarra, la más destacada, Aragón, Castilla y León y el País Valenciano, por ese orden, encabezan la clasificación de productores.

En Gipuzkoa se producen 2.500 potros al año. Las yeguas pastan por los montes comunales, manteniéndolos limpios y evitando los incendios. Los potros son destetados con siete meses y 300 kilos y vendidos a cebaderos donde se «redondean» hasta los 500 kilos con pienso y paja, durante siete meses, para su sacrificio, pero los costes de producción son elevados.

El consumo es residual y alternativo a otras carnes. Cataluña y Levante son las comunidades autónomas con más demanda. En Gipuzkoa se sacrifica algo en Oñati. Vitoria-Gasteiz y el Valle del Deba han sido consumidores de carne de potro. Pamplona carniza muchos, algo para consumo propio y la mayoría para su remisión al sur de Italia. Argentina es el mayor exportador del mundo.

La carne de potro, de color más intenso, tiene un mayor porcentaje de proteína pero, sobre todo, un contenido en grasas y colesterol varias veces inferior al resto de las carnes y un elevado porcentaje de triglicéridos del ácido oleico, presentes también en el aceite de oliva, que determinan su alta digestibilidad. Rica en vitamina B y hierro. Se dice que tiene un sabor dulzón, yo no lo he percibido, por tener más glucógeno. Tengo mis dudas. El glucógeno no es dulce per se (el hígado de ternera tiene diez veces más glucógeno que la carne de caballo y no es especialmente dulce). Es difícil distinguirla de la bovina y quizás su consistencia nos recuerde a la de la caza mayor. Es una carne tan sana como el resto, si bien, como ocurre con el cerdo, debe ser examinada por el veterinario para comprobar la ausencia de triquinas.

La primera carnicería caballar de España la abrió en 1916 el veterinario catalán Joan Arderius y Banjol en Figueres (Girona). Fue un tipo célebre y un gran profesional. Fue director del primer periódico federal de España, El Ampurdanés, y había conspirado para echar del trono a la reina corrupta Isabel II de Borbón, en la Revolución de 1868. Habría que esperar hasta 1934 para inaugurar la primera carnicería caballar en Madrid.

Hoy domingo

Alcachofas con cardos. Rodaballo al horno. Manzana reineta asada. Txakoli blanco Gorka Izagirre de Larrabetzu, uvas Hondarribi zuri y Hondarribi zerratia al 50%, obsequio de Yolanda, una bienhechora. Café.