Hace unos tres cuartos de hora que hemos dejado atrás Donostia. La distancia geográfica no es mucha, pero el cambio del modo de vida es notable. Ahí abajo, en la urbe, hay niños que siguen pensando que los huevos vienen del frigorífico, y que la leche sale del tetrabrik. “A veces, es como si tuviéramos que hacer un esfuerzo para decir que existimos. Da la sensación de que para muchos donostiarras Gipuzkoa acaba en Astigarraga. Nosotros, por ejemplo, solemos ir a la capital. Nos gusta ir al cine, nos gusta comer un menú y pasear por La Concha. Luego nos miramos, y decimos: ¿Y si nos vamos? Estamos con ganas de regresar a casa, pero al menos cambiamos de aires y bajamos a la ciudad. Creo que a la inversa no ocurre tanto”. Es ahora Ignacio Altuna, de 65 años, quien habla.

Acaba de regresar del bosque, como hace todos los días, al cuidado de las ovejas con Argi, el collie que no se separa de su amo.

La charla tiene lugar bajo un fresno en las faldas del Txindoki, donde la brisa peina los 5.000 metros cuadrados de pradera de Mendiko baserria, en Amezketa, en compañía de esta familia, que cría pollos LumaGorri.

Se trata de uno de los 16 caseríos que la próxima semana, los días 3 y 4 de julio, participarán en la segunda edición de la Jornada de Puertas Abiertas Ongi Etorri Baserrira. La organización agraria Enba quiere brindar así la posibilidad de dar a conocer la vida en el campo y sus gentes y, de paso, mostrar los alimentos que producen en estos enclaves tan poco frecuentados. “Ayyy, venga txotxola, agáchate un poco y ya te marchas”. Usandizaga les habla a los pollos como si fueran sus hijas. Los animales crecen junto al caserío, en dos naves de 100m2, cada una de las cuales acoge mil aves. Una de ellas ha equivocado el camino y es reconducida por la productora. “Vengaaa, ¿no te das cuenta de que te has ido al otro lado?”.

Poco después de trabajar en la huerta, la mujer entra en casa a vigilar la comida, de la que no tardan mucho en dar cuenta. “Aquí comemos muy pronto. Empezamos poco después de las 12.00 horas”, explica la pareja.

El perro ‘Pintto’

Marido y mujer se sientan bajo el fresno, a la mesa que utilizan para comer en el jardín, junto a Pintto, otro de los perros que hace las delicias de Oier (cinco años) e Ibai (dos años), sus nietos, con los que leen a la sombra todas las tardes. Jon, el padre de los críos, está trabajando en esos momentos.

Usandizaga toma en sus manos un álbum de fotos. “Mira, así era Joseba cuando tenía ocho años”, pasa las hojas. Es uno de sus tres hijos, que estudia Ingeniería Agroalimentaria en Iruñea”. “Es nuestro futuro”, respira hondo el padre, que confía en que el joven de 22 años tome las riendas de esta forma de vida muchas veces desconocida. “Es triste que en las ciudades no se conozca todo esto. Hay muchos chavales que nunca han tenido contacto con pollos, gallinas, ovejas, patatas, kiwis, puerros”, enumera Altuna.

Nacido en este lugar, toda su vida laboral la entregó a la producción papelera en Tolosa, una labor que compaginó con el cuidado del ganado vacuno, en un caserío que heredó de sus padres. “Necesitaban que alguien echara una mano, y aquí me quedé yo, porque la mayor parte de mis hermanos marchó”. Su mujer llegó de Zarautz hace 39 años y, una vez criados los hijos, se interesó por la cría de pollos, a los que esta mujer se dedica en cuerpo y alma desde 1998. “Puurrra, puurrra, puurrra”, vuelve a decirles a las aves.

Explica que este tipo de cría nació por iniciativa de diez productores, inquietos por criar “un pollo de domingo frente a tanto industrial”. La sociedad LumaGorri la integran actualmente 40 propietarios, entre los que figura esta mujer. “Vi que podía ser una actividad bonita, y aquí me metí”, cuenta.

Los animales llegan al caserío con un día y se sacrifican a los tres meses. Después de cada lote, siempre hay que proceder a la desinfección. “Así pasamos el día. Trabajo no nos falta, pero llevamos un estilo de vida que nos gusta”. A la noche, hacia las 22.00 horas, después de cerrar las trampillas para evitar que los zorros ataquen a las aves, ambos acaban rendidos, pero con la satisfacción del trabajo bien hecho. “La verdad es que no nos aburrimos”, sonríen ambos, que agradecen mantener buena relación con los vecinos. “Eneko, el joven de aquí al lado, tiene cien cabezas de ganado, y corta nuestra hierba que utiliza para las vacas. La relación con la gente es muy agradable. Aquí nos saludamos siempre todos”, asegura Altuna poco después de despedir a unos jóvenes que marchan de escalada hacia Zazpiturri (1.990 metros).

Se ve también mucha matrícula francesa en esta zona del parque natural de Aralar, donde los amantes de la montaña caminan frente al caserío de la familia, en dirección a Minas o San Miguel de Aralar.

Cuentan todo ello mientras Ibai, el pequeño de la familia, parece aburrirse y comienza a reclamar atenciones: “¡Aitona, aitona!”, y el hombre sale disparado. “Buenoooo, ya está la guerra, el juguete por la mitad”, aventura la abuela, que finalmente se lleva en brazos al pequeño.

Entretanto, los pollos van y vienen por los 5.000 metros cuadrados de pradera que exigen horas de dedicación. “Aquí están en campo libre, alejados del estrés, como lo estamos nosotros también”, dice Usandizaga. “Trabajo hay para dar y regalar, pero lo importante es saber parar, y pensar que mañana también amanecerá”.