Los curiosos que van de listillos en cuanto traspasan la puerta de acceso a la consulta del célebre explorador del subconsciente preguntan: "¿dónde está el diván?". Les pondrán mil excusas para indicarle que no está donde debiera y que lo tienen los ingleses en el Freud Museum.

Me he plantado ante el número 19 de la Berggasse vienesa en plan cliente que tiene hora concedida. Como cualquiera de ellos, para cerciorarme de que no hay error en la dirección, leo en una placa: Profesor Freud, 2 - 4. Es aquí, me digo. Entro en el portal y subo al segundo piso. No hace falta tocar el timbre porque la puerta está entreabierta.

La entrada al estudio de Freud, en el número 19 de la calle Berggasse de Viena.

La entrada al estudio de Freud, en el número 19 de la calle Berggasse de Viena. Begoña E. Ocerin

No me recibe enfermera alguna. Simplemente me encuentro en un hall que hace de recepción y de exposición de trabajos publicados por y sobre Sigmund Freud. Thomas Mann, Virginia Wolf, H. G. Wells y Stefan Zweig son algunos de los que reconocieron públicamente la deuda que tenían con el padre de las ciencias mentales.

EL VECINO DEL SEGUNDO

Es un piso de vecindad que en su tiempo solo podrían permitírselo las familias acomodadas de Viena. El objetivo que buscamos cuantos hemos subido las escaleras de dos en dos es el salón donde el científico atendía las consultas. Tiene dos puertas abiertas de par en par para que el curioseo sea fluido, pero quien más quien menos se detiene un rato, tal vez -es mi caso- para que lo que nos dice la mente coincida con la magia del lugar donde nos encontramos.

"Doctor, tengo frecuentes pesadillas que apenas me dejan dormir". Ésta era una de las frases de entrada más comunes de los pacientes de Freud. Los vieneses estaban entonces muy preocupados porque veían próximo el desmembramiento del Imperio Austro-Húngaro con todo su oropel y gloria. Muchos eran presos de enorme incertidumbre y precisaban tratamiento médico. "Me han dicho que hay uno muy bueno que te libera de preocupaciones", se decía en los círculos sociales de Viena. Hablaban de Sigmund Freud y de sus revolucionarios métodos.

"El paciente se tumbaba en el diván y decía las primeras palabras que le pasaban por la imaginación. Era espontaneidad pura y dura, sin cortapisa alguna", se nos dice en la visita al gabinete. "El método llegó a convertirse en una de las bases del psicoanálisis, la teoría psicológica que hizo famoso a Freud". El médico llegó a utilizar la hipnosis para rebuscar en las mentes de sus pacientes hasta conseguir dar con el punto de partida de sus preocupaciones. Este camino, que ya había sido estudiado por su amigo el Dr. Josef Breuer en casos de histeria, fue el que le llevó a los umbrales del psicoanálisis.

Resultado de todas aquellas consultas fue la redacción de un voluminoso libro que tituló 'La interpretación de los sueños', que salió a la luz el 4 de noviembre de 1899. Freud, que tenía entonces 43 años, mantenía que el inconsciente no es un residuo que va a parar a un rincón de la mente y que carece de importancia, sino un mecanismo en evolución para conseguir que las preocupaciones dejen de serlo.

En este gabinete se habló de sexo largo y, sobre todo, tendido, ya que el doctor analizaba la conducta de sus pacientes a través de las relaciones que había tenido con sus padres en edad infantil. Surgía la palabra libido cada dos por tres, a veces como causante de graves problemas en el transcurso de toda una vida.

No eran sesiones aburridas, sino todo lo contrario, porque Freud, a pesar del aspecto asceta que tenía, ganaba en el trato. Hay reflexiones suyas que han quedado para la Historia: "El chiste es el más perfecto medio de liberación de la tensión que produce la represión de la sociedad, una vía de escape y una forma de transgredir la norma", opinaba. O "El humor es la más elevada manifestación de los mecanismos de adaptación del individuo".

EXPERIENCIA PERSONAL

El origen de las elucubraciones mentales hay que buscarlo en la época infantil de las personas. Tal vez opinaba así por experiencia propia. Sigmund nació el 6 de mayo de 1856 en una zona rural de Moravia, hoy territorio checo y entonces Imperio Austro-Húngaro. En su formación intervinieron de forma decisiva los líos familiares que se desarrollaron a su alrededor: La temprana muerte de su madre, segunda esposa de su padre; las malas relaciones que tuvo con los dos hermanastros mayores, y sobre todo el hecho de que Jacob, el patriarca y rico comerciante judío, se volviera a casar.

Ya adolescente sintió una irresistible atracción por las teorías e investigaciones de Charles Darwin en torno al origen del hombre y de las especies. Eligió su futura profesión escuchando un poema de Goethe en torno a la Naturaleza. Se matriculó en la Escuela Vienesa de Medicina y a los 25 años terminó brillantemente la carrera. 

Por aquel entonces, tonteaba con Martha Bernays, una muchacha cinco años más joven, nieta del rabino más famoso de Hamburgo. La relación fue interrumpida cuando el joven médico marchó a París para investigar sobre algo que le fascinaba: ¿Puede el hipnotismo aplicarse a la Medicina y curar? Se habían hecho experimentos y Freud quería desarrollar las teorías que se habían planteado al respecto.

De regreso a Viena, retomó su relación con Martha y acabó casándose con ella por el rito judío. Ella sabía con quién contraía matrimonio y le ayudó en unos trabajos que acabarían por convertirle en toda una referencia médica. Su especialidad era la interpretación de los sueños y para recoger las confidencias de sus clientes en profundo relajamiento utilizaba un sofá sin respaldo que en 1890 le regaló una de sus pacientes, Madame Bevenisti. "¡Si este diván hablara!", comentaba el servicio.

EL TRUCO DE FREUD

La técnica que empleaba Freud no se basaba en la hipnosis, sino en el dominio del subconsciente. Su paciente se tumbaba y decía las primeras palabras que le venían a la mente. Fue el principio del psicoanálisis, la teoría psicológica que le hizo famoso.

"El doctor Freud argumentaba que el inconsciente no es una especie de camarote donde permanecen los detalles olvidados y sin importancia, sino un mecanismo en evolución para evitar que sucesos importantes que nos preocuparan, lleguen a preocuparnos de verdad", nos dice la guía.

Arriba, una de las salas del estudio de Sigmund Freud en Viena. Begoña E. Ocerin

Estas ideas no eran aceptadas por todos y menos por los nazis que, en cuanto pisaron Austria, le pusieron a Freud el sambenito de guarro por eso de que un judío escarbaba en el subconsciente de las gentes y eso les parecía que era pornografía semita. En consecuencia, la difusión y venta de los libros del investigador que se habían salvado de la quema pública de 1934 en Berlín fue terminantemente prohibida.

Freud pasaba de todos estos ataques contra su obra. Estaba en otra onda, en la de Thomas Mann, que había dicho que su obra Tótem y Tabú era "una obra maestra de la literatura, semejante a los mejores ejemplos de los ensayos literarios". Con 82 años y un cáncer en la mandíbula derecha tuvo que soportar el asalto que la Gestapo llevó a cabo en este piso donde me encuentro. Los agentes del mal le confiscaron el dinero y destruyeron cuantos apuntes encontraron entre estas paredes.

Fue muy fuerte la presión que se hizo sobre él para que abandonara su querida Viena porque cada día se estrechaba más el cerco -entiéndase, la envidia- sobre su persona. Los nazis pidieron 250.000 schillings para dejarle escapar. A pesar de que esta cantidad fue pagada por una admiradora, María Bonaparte, se tuvo que recurrir al presidente norteamericano Roosevelt para que se dejara de ponerle trabas.

En junio de 1938 escapó a París y de allí a Londres, donde fue recibido con todos los honores. Sin embargo, su salud estaba muy tocada y el cáncer que padecía fue extendiéndose. Aún vivió un año más aquejado de fortísimos dolores. Se le intervino quirúrgicamente en treinta y tres ocasiones, pero poco se pudo hacer por mejorar la situación.

En sus últimos días, Sigmund Freud llevaba una mandíbula de pega con la que, incluso, precisaba de ayuda para poder ingerir alimentos. También tenía serios problemas para hablar. Sus discursos se los leía su hija Anna, que fue la que estuvo continuamente a su lado mientras duró esta delicada situación.

En septiembre de 1939, consumido por el dolor de su enfermedad y la tristeza que le producía el estallido de la II Guerra Mundial, Freud pidió a su médico que le dejara morir con dignidad. El día 23 cerró los ojos por última vez. Apenas si tuvo ocasión de enterarse de la repercusión que había tenido en el mundo entero la última de sus veintitrés obras, 'Moisés y la religión monoteísta', un libro escrito aquel mismo año con una lucidez y una energía pasmosas.