hacía tan buena tarde que decidí ir a pasear por San Juan de Luz. Trataba de poner en orden las ideas y trataba de comprender la catarata de decisiones adoptadas en las últimas horas. El partido de la noche se iba a disputar, pero a puerta cerrada, sin espectadores y sin ambiente. Algo así como un concierto sin músicos. Cuesta mucho menos aparcar el coche que en verano. Lo pude dejar casi en el centro. La rue Gambetta es apasionante. La recorro en las dos direcciones, ida y vuelta, siguiendo los escaparates, sin prisa, fijándome en las tiendas que más me gustan. Siempre entro en la iglesia de San Juan. Es hermosa, con unos barcos imponentes colgados del techo, con balconadas que escoltan la nave principal y con señoras rezando a la hora que vayas. Es una iglesia que otorga calma. La necesitaba para tratar de analizar desde la frialdad todo lo que pasa y nos salpica.
Como no perdono pase, llego a la pastelería Etchebaster. Fijo los ojos en el escaparate a la misma velocidad que se alborotan los jugos gástricos. Decido entrar y llevarme unos macarons aux amandes y dos gateaux basques, uno relleno de cereza y otro de crema. ¡Gloria bendita! A veces es bueno endulzar los momentos amargos, agrios o incomprensibles, por aquello de nivelar la balanza y no dejarte dominar por los disgustos colectivos. Ni viaje a Ipurua, ni derbi con los navarros, ni desplazamiento a Mendizorroza, ni nada de nada, de nada. La gente en estado de shock, del tamaño del sufrido en el Camp Nou hace unos días cuando nos birlaron un punto por arte de magia o de birlibirloque. Sigo dándole vueltas a la jugada y a la jeta de muchos comentaristas que ven lo que se les pone en la punta del quilé.
Curado de espanto estoy desde hace muchos años como para que algo de esto me sorprenda, aunque a decir verdad no había vivido nada parecido en toda la carrera profesional. Situaciones análogas más o menos. Imaginaba anoche los pisos altos de las elevadas casas que rodean Ipurua. Ventanas y balcones abarrotados como en los tiempos del tendido de sastre en los que se veían gratis los partidos. ¡Qué bonito y entrañable! Traté de fijarme en detalles puntuales. Los futbolistas no se saludaron entre ellos, no se dieron la mano, no se abrazaron. En cambio los entrenadores se toquitearon las veces que hizo falta, se hicieron carantoñas y ofrecieron ese punto de normalidad dentro de lo inverosímil. Por momentos recordé la experiencia vivida en El Ejido, allí donde parece que el mundo se termina.
Desde la cabina que me correspondió en suerte, sentí la soledad más absoluta. Muy pocos espectadores, unas pistas de atletismo alrededor del césped y un triunfo por la mínima muy al final. Fue una contra veloz que culminó Iñigo Díaz de Cerio y que sirvió para ganar. Han pasado doce años y no olvido las sensaciones. Esos momentos marcan, como supongo lo notaron anoche todos los protagonistas, incluidos los árbitros. Se le haría raro a Medié no escuchar silbidos y protestas desde la grada. Pitó primero un penalti con tranquilidad inusitada, la misma con la que Oyarzabal envió la pelota al fondo de la portería. Pitó luego otro que Remiro detuvo a Orellana y aún se animó con un tercero que le sirvió al Eibar para marcar su gol en un encuentro en que la Real concedió muy poco al rival y ganó con el traje de faena puesto.
Además de aquel partido en tierras almerienses, también me acordé anoche de Martín Merquelanz. Con toda la ilusión del mundo, con el camino recorrido hasta entonces, la vida deportiva se le oscureció. Entró en un túnel opaco y comenzó un calvario del que salió gracias al trabajo de muchas personas y a la fortaleza del jugador. Ahora, cuando le ves disfrutar como un cosaco (iba a escribir chino, pero por si acaso…) jugando todo, dando pases y marcando goles, valoras una barbaridad el esfuerzo de todos esos deportistas que caen y se levantan y que vuelven a empezar como si nada hubiera sucedido. Me alegro infinito por él y por Jon Guridi. Los dos han vivido en propia carne la otra cara del deporte, la menos cariñosa. Verles a tope, gozando de lo que hacen, me alegra una barbaridad.
Por lo demás, el partido de anoche fue el esperado cuerpo a cuerpo. Mendilibar lo planteó con muchos cambios, pero sin cambiar de estilo. Imanol, también con muchas variantes, dejó los dibujos animados en casa y diseñó un plan parecido al de Miranda y le volvió a salir bien, sumando tres valiosos puntos y ganando en un campo en el que no lo habían hecho nunca desde que los armeros ascendieron. Casualmente, sin espectadores, sin color, sin calor, sin ambiente, sin pitos ni flautas, sin olor a bocadillo de chorizo o de tortilla. Esa relación entre aficionados y competición, entre fútbol y pasión en este caso, anoche se echó una siesta por imperativo categórico. Nos va a costar acostumbrarnos a esta realidad que nos toca vivir.
Comentaba Mendilibar en la previa del partido que su equipo disponía de una bala con la que sus rivales directos no contaban. Lo mismo podía pensar Imanol, pero no lo dijo. Era una oportunidad que los dos querían aprovechar para reforzar posiciones y objetivos. Más allá de los penaltis, Willian José marcó un gol a pase de Portu. Quizás los dos habían perdido protagonismo en las últimas jornadas, pero el fondo de armario txuri-urdin es formidable y la ropa que se guarda en él luce etiqueta de marca. A esta hora el cuadro realista ocupa una posición de privilegio y saber gestionar esfuerzos, minutos y protagonismo no es fácil. Otro mérito en el haber del entrenador.