Cuando fuimos los mejores
cuando fuimos los mejores. Un título recurrente para denominar series documentales, libros o hasta canciones, como la de Loquillo. Imposible no recordar una frase así al regresar a Vigo, donde se escapó la última gran opción de ganar un título de Liga en 2003. Ya sé que muchos, sobre todo los más jóvenes, consideran que el tanto de Juanmi a lo Zamora que selló la clasificación directa para la Europa League en 2017 equilibró un poco la balanza, sobre todo porque el Juanito de rodillas de esa ocasión fue el eterno rival, pero qué quieren que les diga. Algo se muere en el alma cuando un título se va. Y en este sentido, como bien dijo Zamora sobre el atraco de la temporada de la imbatibilidad, la 1979-80, si llega a haber VAR, aunque fuese en competición de este siglo, la Real tendría una tercera Liga en sus vitrinas. Y si llega a tener este campo, ya ni comentamos porque hubiese estado decidido el torneo varias semanas antes. No dejan de ser curiosos los paralelismos con lo sucedido el día D en El Molinón, porque tanto en aquella ocasión como en Vigo 23 años después, los realistas tuvieron el infortunio y por momentos la falta de gasolina de jugarse el todo por el todo a domicilio frente a los mejores rivales del momento de la unidad B de la zona noble. Ante anfitriones de moda. Eso sí, la tragedia olívica se resume con el orgullo de que la Real nunca olvidará Vigo y Vigo nunca olvidará a su afición.
En este mismo capítulo incluyo la epopeya de Manchester. Qué maravilla de experiencia. Qué bien lo pasamos los 6.000 en un estadio top y con las pintas en la gris ciudad británica pero, insisto, no tiene ni punto de comparación. En Galicia se evaporó la liga de mi generación. Todavía suspiro con que mi gran día en txuri-urdin esté por llegar, pero cuando lo pienso fríamente, al menos hasta la fecha, la gran ocasión perdida fue la de Balaídos. Cuando fuimos los mejores. Porque ese año además lo fuimos de verdad. Luego cuando el equipo se clasificó para la Champions o a la Europa League nos hizo disfrutar muchísimo, pero siempre a una distancia considerable de lo que conlleva estar soñando con la gloria hasta el último minuto de un curso. A ver cuántos conjuntos lo han conseguido en color desde nuestra generación de oro.
Como suele suceder en estos casos, es ley de vida que no tarden en aparecer las comparaciones, pese a que a muchos les soliviante más de la cuenta. Y es cuando descubres o recuerdas que Denoueix tenía un once que se recitaba de memoria, como lleva camino de lograr el actual, y que, sin embargo, en el banquillo tampoco es que dispusiera de un fondo de armario muy competente. Yo diría incluso que es discutible si los Kvarme, Khokhlov, Tayfun o De Paula superan a los habituales reservas del actual equipo. Dicho todo con prudencia, creyendo que los de Imanol tienen que ganar muchísimos partidos, que los rivales han subido mucho el listón, pese a que aquel era el Madrid de los Galácticos, y que los titulares txuri-urdin, con nombres de absoluta leyenda que no han recibido el posterior y merecido reconocimiento del club, sí acreditaron con creces y durante toda una temporada que eran los mejores. Los nuestros.
Roberto Olabe lo tuvo claro. Para dar un paso más y estar más cerca de los gigantes de forma continuada había que mover el árbol y traer a los técnicos de categoría superior. El problema en este sentido es que, como no es precisamente el adalid de la comunicación, no ha sabido explicar bien los muchos movimientos que ha acometido durante los dos últimos años en los pasillos de Zubieta desafiando esa máxima de Napoleón que decía: “Si quieres que algo no funcione, nombra una Comisión”. Como me comentaba un buen amigo que trabaja dentro, “yo hay muchos que no sé ni quiénes son”. Aparte de su flechazo a la segunda con Imanol, yo creo que pocos movimientos han logrado un visto bueno tan consensuado como la incorporación de Luis Llopis. Algunos le pretenden menospreciar porque solo es un preparador de porteros, pero la importancia de su peso y de su cometido trasciende ampliamente al cartel de su despacho.
En los últimos años, la Federación Española ha renovado todos sus organigramas técnicos. Antes estuvieron durante muchos años, quizá demasiados, los que acabaron siendo viejos técnicos con métodos obsoletos. Rondo, centros y partidillo. Un día tras otro. Alguno incluso pasaba de una simpatía extraordinaria de los primeros días de un Europeo a evitarte y no dirigirte la palabra al considerar a la prensa responsable de que su estrella en ciernes hubiera fallado un gol claro o hubiera completado un mal encuentro. El cambio llegó de la mano de un entrenador de porteros que comenzó a plantear ejercicios de presión y de posesión u otras formas de entrenamiento siempre sin perder de vista el balón. Poco a poco fue asumiendo más responsabilidad hasta que acabó siendo seleccionador absoluto después de reinar en Europa con varias camadas de jóvenes. Ahora, sin hacer mucho ruido, dirige con mano firme y notable éxito al Sevilla. Estoy hablando de Julen Lopetegui.
Llopis no solo es uno de los mejores entrenadores de arqueros, es un profesional con una acreditada experiencia en la elite. Que, por ejemplo, estuvo en las Champions de Zidane, siendo pieza clave. No solo está mejorando a Moyá y a Remiro, al que cuida creyendo firmemente que se trata de un proyecto de nivel de selección, sino que opina en todos los terrenos y demarcaciones y es de la máxima confianza de Imanol. Todo ello mientras no pierde detalle de la cantera, ya que su obsesión es que llegue a ser titular un chaval de la casa. Por eso, como informó este periódico, ya ha dado el sí a su renovación y espera y confía en estar muchos años en Zubieta pese a contar con suculentas ofertas de clubes más poderosos. Y no solo la del Madrid. Con Llopis sí se cumple la máxima de que trabajando con los mejores estaremos más cerca de ellos. Como le sucedió a Lopetegui. Y nosotros, o nuestra Real, conoce muy bien la sensación de ser los más grandes. No es nada novedoso en su leyenda. ¡A por ellos!