El próximo 5 de noviembre se celebran elecciones en Estados Unidos. El país más poderoso del mundo vuelve a elegir presidente y eso es algo que siempre requiere atención. Entre otras cosas porque las consecuencias, de una u otra forma, acaban contagiando al resto del planeta. Del Yes we can de Obama en 2012 salieron el 15-M y Podemos, y del America First de Trump en 2016 surgió la ola reaccionaria y el cierre de fronteras que hoy recorre Europa.
Ahora mismo el escenario se plantea abierto entre Kamala Harris y Donald Trump. Lo que resulta cuando menos llamativo si se tiene en cuenta que el segundo está acusado de delito fiscal, falsificación, agresión sexual y varios delitos federales más, entre ellos uno de conspiración por el asalto al Capitolio en 2021. Cuatro años después de perder la presidencia, un personaje abiertamente cínico, arrogante y egocéntrico no solo vuelve a ser candidato, sino que aparece como favorito en muchas encuestas.
La candidatura de Trump va más allá de la superficialidad que ofrece un personaje que, con sus defectos, ha transformado el programa político de la derecha norteamericana desde el neoliberalismo económico al proteccionismo en política interior, y desde el imperialismo militarista a una política exterior de intervencionismo mínimo. Trump es en sí mismo un programa político coherente y trasparente que, podrá gustar o no, pero que al menos resulta claro.
No hay sorpresas con Donald Trump, y eso es una ventaja en una refriega política en la que los partidos, especialmente los de izquierdas, acostumbran a ser moralizantes en cuanto a comportamiento público. Y en la que la polarización y el rechazo visceral a la propuesta alternativa invita a cerrar filas en defensa de un bien superior. Si a ello se suma la incertidumbre económica, el miedo a la inmigración y una desigualdad cada vez mayor, la posible victoria de Trump, como la de Milei en Argentina, se entienden un poco mejor.
Porque Trump tiene la ventaja de que no tiene que dar ejemplo. No habla de paz mientras financia a Israel, ni presume de igualdad mientras acosa a las mujeres. La izquierda es más exigente porque también exhibe superioridad moral. Pero si al final, en lo importante, la diferencia entre Trump y su rival, entre la izquierda y la derecha, no es tanta, los incentivos para votar desaparecen.
El riesgo de la desmovilización
Por eso lo que ha ocurrido con Iñigo Errejón es tan dañino no ya para él, sino para su partido y para todo el espacio político que le rodea. Más allá de sus consecuencias penales, la mera sospecha de acoso, de abuso o de agresión es suficiente para acabar con la credibilidad de toda su propuesta política y la de un entorno que admite además que conocía su comportamiento. Que la denuncia haya salido de sectores feministas de izquierda no solo no mitiga el problema sino que demuestra que ni siquiera quienes pusieron el listón son capaces de superarlo.
Ocurre algo similar con el caso Koldo y las sospechas de corrupción sobre quien fue ministro de Fomento y hombre fuerte en el PSOE hasta 2021. La respuesta rápida del partido y sus esfuerzos por marcar distancias con José Luis Ábalos no son suficiente cortafuegos porque se había hecho bandera precisamente de transparencia y ética pública como respuesta a los casos de corrupción que habían protagonizado la etapa del PP.
Por suerte para el Gobierno del PSOE y de Sumar la derecha no está sabiendo entender el momento. La sobreactuación y la apuesta por la crispación constante sigue siendo suficiente para mantener cohesionada a la mayoría en el Congreso y para que esa parte de la izquierda, ahora mismo seguramente decepcionada, acabe yendo a votar cuando llegue el momento. Los desplantes de Ayuso y la posibilidad de un Gobierno de extrema derecha son suficientes para garantizar la estabilidad al menos a corto plazo.
El problema es que este recurso también es finito y puede no ser siempre suficiente. Con la capacidad legislativa limitada, problemas arraigados de difícil solución en ámbitos como la vivienda o la sanidad pública pueden acabar lastrando a la mayoría progresista. No tanto por un trasvase de votos, sino por su efecto desmovilizador. Afortunadamente para el Gobierno de Pedro Sánchez, el PP parece no haberse dado cuenta.