El jueves fue atacado en Gasteiz el monolito en memoria de Fernando Buesa y de su escolta Jorge Díez. Menos de 24 horas después la tumba del político socialista asesinado por ETA ha sido profanada, manchada de heces y pintura negra.

Dadas las connotaciones sacras del verbo profanar, estaba considerando si la palabra más adecuada no sería deshonrar. Pero bien pensado creo que no. La tumba es digna hágase lo que se hiciera con ella y quien se ha deshonrado y humillado hasta el fondo más profundo es quien la ha profanado. La mierda que debe escandalizarnos no es la que ha cubierto la lápida, sino la que anida en el corazón de quien la ha ensuciado. Mientras ensuciaba por fuera la lápida, se ha ensuciado a sí mismo por dentro. La porquería de la superficie se puede quitar, la que cisca el espíritu de uno cuesta más.

Que la mierda se pueda limpiar no reduce la gravedad de los hechos ni su significado. Hace algo más de un año recomendé aquí el libro de Joseba Eceolaza titulado ETA: la memoria de los detalles (Ediciones Papeles del Duende, 2022). No entraba en mis planes volver a hacerlo, puesto que muy equivocadamente creía que se trataba de una obra sobre la historia, reciente pero ya pasada, del país. Ahora siento que toca volver a recomendarlo. No pensaba que lo que ese libro explica y denuncia podía seguir repitiéndose entre nosotros a estas alturas. La sola idea de que una eventual segunda edición del libro de Eceolaza pudiera ampliarse con un epílogo que añadiera casos cometidos desde su publicación debería obligarnos a poner las cuestiones de memoria democrática en el centro del debate.

En la vida deberíamos organizarnos más por valores, virtudes o por hábitos que por ideologías. Nos debería resultar indiferente la ideología de quien es capaz de profanar de semejante forma una tumba con intención –fallida– de ensuciar una memoria o de causar dolor –menos fallida– y revictimizar a la familia de una persona que ha sido vilmente asesinada. Deberíamos en cambio aspirar a que nuestras conductas y pensamientos demuestren que nos separa de ellos una gran distancia moral.

Eceolaza indagaba en su ensayo sobre la potencia del detalle miserable en la vida de las víctimas. El detalle es un elemento aparentemente menor, pero de una notable capacidad de hacer daño. El detalle nos golpea con la verdad de una crueldad profunda que no cabe en el expediente judicial, que se extiende más allá de quien apretó el gatillo y de quien lo favoreció o facilitó o celebró. El detalle constituye una forma aparentemente complementaria, pero en el fondo muy central, del horror, de la humillación, de la saña y del odio. No bastaba con matar, había que humillar, que regodearse en el dolor, que restregarlo con mierda.

Pienso en las memorias que he leído de personas que sufrieron en sus carnes grandes crímenes a lo largo de la historia. En buena parte de ellos acostumbra a aparecer de pronto un personaje menor que en nada afecta a la historia, que nada gana o pierde con ella, un viandante, un espectador, un vecino sin pena ni gloria pero que sin venir a cuento se ensaña con un detalle gratuito y sin objeto. Hay gentes que aspiran a jugar en la vida real el papel de estos sujetos.

“En los detalles encontramos la dimensión de la deshumanización”, adelantaba Marta Buesa en su prólogo a la obra de Eceolaza. Un año después su hermana, Sara Buesa, ha escrito ante la profanación de la memoria de su padre el mensaje más fuerte, digno y bello que cabe imaginar. Merece ser citado aquí por entero: “Este nuevo ataque a la tumba me ha golpeado muy adentro. Respiro mi dolor y me repito: que el hielo no penetre en mi corazón, que nunca deje de sentir ni pierda la sensibilidad ante el dolor ajeno. Seguiré cultivando semillas de amor y compasión frente al odio y la barbarie”.

Si tuviera palabras mejores, más sabias, más generosas o más constructivas que estas de Sara Buesa para cerrar la columna, las emplearía. Pero no las tengo.