El gran tema del año ha sido, como no podía ser de otra forma, la paz. Una cuestión más compleja de lo que a primera vista parece, ¿qué es la paz?, ¿cómo se alcanza?

Antes de creer que tenemos una respuesta concluyente, consideremos con humildad que estas preguntas se las han planteado algunos de los más grandes pensadores, desde los griegos hasta la actualidad. Y el debate sigue abierto. Ni el asunto es fácil, ni desear la paz basta.

Uno de los momentos de la historia en que estos debates se produjeron con mayor riqueza fue durante las primeras décadas del siglo XVI, cuando Erasmo, Vives, Valdés, Ercilla y Vitoria, entre otros, escriben sobre ello. Por un muy breve momento soñar la concordia fue posible. Los citados autores caminan sobre los hombros de San Agustín, para quien la guerra siendo “cosa mala y terrible”, podía resultar en ocasiones legítima, como ultima ratio, si tenía causa justa (defenderse de un mal, por ejemplo), si era ordenada por la autoridad legítima (no en forma de violencias y venganzas individualizadas), si se desarrollaba por unos cauces limitados (minimizando el daño) y si los resultados podían ser menos malos que el daño que se trataba de evitar.

Erasmo y Vives, por simplificar en dos líneas debates de una gran riqueza y mil matices, creían en la fuerza de la concordia para alcanzar la paz. La educación del príncipe era un elemento clave para construir un futuro de convivencia entre las naciones. El arbitraje como fórmula de resolución de conflictos debía funcionar. La guerra debía siempre evitarse. Es mejor perdonar que batallar, en mejor tener caridad que fuerza, y es mejor que el agresor se arrepienta y el injuriado perdone.

Otros autores, como Ercilla, Vitoria o Valdés, coinciden en considerar la guerra como un horror y un fracaso de la concordia, pero dudan que la caridad por sí sola pueda resolver los conflictos. Vuelven sus ojos a San Agustín, dado que temen que la derivada de las propuestas de Erasmo y Vives, lejos de traer la paz, puedan en algunos casos conllevar el triunfo del mal o de la injusticia, ya que nos atan de pies y manos para frenarlas. La obligación del monarca es proteger a sus súbditos y eso puede significar emplear la fuerza para evitarles, por ejemplo, la esclavitud o la pérdida de su vida o de sus bienes, aunque suponga un costo. Estos autores sabían bien de lo que hablaban, algunos de ellos habían sufrido en sus carnes los horrores de la guerra. No eran ingenuos ni creo que podamos darles muchas lecciones sobre lo que significa el sufrimiento en la guerra, pero aún así creían que soportar el mal sin resistirlo no era obligatorio, que confrontarlo podía llegar a ser justo e incluso necesario. Esto autores no eran belicistas, consideraban la guerra como un mal, y precisamente por eso dedicaron su pensamiento a identificar y limitar las ocasiones en que el uso de la fuerza pudiera ser considerado legítimo como último recurso.

Erasmo y Vives se someten, al menos en teoría, a las consecuencias de sus planteamientos. Mientras el mundo ideal de gobernantes justos no llega, es mejor sufrir el mal que resistirlo. En ese sentido entiendo la postura del exministro Castells que en un reciente artículo acepta las consecuencias de su posición de no apoyar a Ucrania: que Rusia ocupe el país y haga lo que quiera allí. Hay que “negociar paz por territorio, Chamberlain tenía razón”. Puede ser una postura muy discutible por mil razones, pero al menos tiene consistencia lógica: prefiero aceptar el mal –especialmente si a otros les toca sufrirlo– que asumir el riesgo del enfrentamiento. Más cuestionable me parece la posición de quienes pretenden que renunciando a la fuerza se traerá a Putin al camino de la piedad y la convivencia pacífica con sus vecinos. Nos creemos más racionales que los pensadores de hace quinientos años, cuando aún estaba muy lejos el siglo de las luces. Pero ninguno de los autores arriba citados habría aprobado semejante grado de pensamiento mágico.