Hay historiadores que mantienen que la cárcel de Zamora fue la única prisión del mundo habilitada de forma expresa para curas y frailes. Y que sufrieron el infierno en el que creían en su vida terrenal. El penal español, con mayoría de los prisioneros vascos, funcionó entre 1968 y 1976. El régimen de gobierno dictatorial del católico Franco llegó a internar a un centenar de religiosos durante aquellos sombríos seis años.

Informaciones vascas de la época mantienen impreso cómo era el régimen carcelario que sufrían estos curas y frailes. Algunos presentes daban testimonio de que la cárcel de Zamora era la más dura que habían sufrido y la comparaban con la de Carabanchel o el penal de Cartagena, que les parecía un “paraíso carcelario” en comparación con la castellana. La madrileña era “una especie de universidad para los presos políticos. Zamora crea una progresiva depauperación intelectual en aspectos importantísimos para el sacerdote recluso”. “Carabanchel es un palacio al lado de la choza de Zamora”, daba fe el cura García Salve, experto en prisiones.

Las condiciones meteorológicas eran extremas en una ciudad donde el frío manda durante meses del año. “El frío es terrible, como puede comprobar cualquier oyente de los partes meteorológicos”, denunciaban. Así, confirmaban que en el dormitorio –un salón de techos altos y de unos 75 metros cuadrados– la temperatura era prácticamente la del exterior, ya que entre dormitorio y patio no había otro obstáculo que una reja de hierro y el doble de tramo de escalera. “Suponiendo que una noche invernal cualquiera de Zamora el termómetro marque 10 grados bajo cero, el dormitorio marcará como máximo cinco. Si estos datos no convencen, cualquier guardián nocturno puede dar fe de ver constantemente a los sacerdotes presos durmiendo con dos pasamontañas o utilizando todos los medios a su alcance para no helarse durante la noche”, valoraban para la publicación Gudari, e iban más allá: “De día, el frío se hace sentir especialmente en el comedor, en la galería que está abierta al público”.

Los internos detallaban que tan solo en el salón de estudio había tres pequeños radiadores eléctricos que, aunque insuficiente, “caldeaban el ambiente”. La conocida como “casa” se reducía a cuatro compartimentos: un comedor con fregadero, un estudio con un pequeño cuarto anejo, en el que estaban almacenados los libros, un dormitorio común, y las “duchas abiertas”. “Existe una sola taza de retrete en la que poder sentarse. Si se tiene en cuenta que la población reclusa ha llegado a 27 sacerdotes, atacados por su condición de sedentarios, eso da una idea lo que es la cárcel de Zamora”.

La comida de la prisión era “claramente insuficiente” y “contraindicada para muchos estómagos”. Según testimonios de la época, la carne de servía únicamente tres o cuatro veces durante todo el año en forma de filete. Las legumbres eran “duras, por viejas”. Además, los paquetes de comida solo podían ser aceptados si los remitían o entregaban familiares conocidos: “En otras cárceles cualquier persona nos podía dejar comida, tabaco o libros”.

Censura

Hablando de libros, la censura nada tenía que envidiar “a los mejores métodos inquisitoriales” y ponían como ejemplo que los franquistas llegaron a retener durante meses apuntes de filosofía impresos por la Facultad de Valladolid, en la que se encontraban matriculados varios sacerdotes presos. “Cualquier publicación de curso legal, si tiene temas o materias que rocen la más elemental problemática sociopolítica, es considerada como literatura panfletaria”, y ponían de ejemplo obras de Miguel Hernández, Pablo Neruda o León Felipe, autores non gratos para el equipo censor. Entre otros, se requisaron los siguientes libros: El Dios en quien no creo, de Juan Arias; Banquillo para quince curas, de José Luis Martín, o La iglesia subterránea o la misa secularizada, de Josep Dalmau.

Los textos y cartas que llegaban al penal sufrían censura. “Llega a adquirir un tono ridículo. Recortan informaciones del consejo de ministros o párrafos de declaraciones ministeriales que aparecerían más tarde reproducidas en el semanario Redención, que recibimos por suscripción, lo que nos da derecho a una carta más por semana”, pormenorizaban.

Las cartas familiares eran abiertas y también pasaban la censura franquista. Tanto las de salida como las de entrada. “Es sádica. A la menor sospecha se produce la tachadura de palabras y frases completas en las cartas que llegan”, aseveraban. La sospecha podía estribar en el nombre de un perro o en el diminutivo familiar de una persona. Las misivas escritas por los curas eran en ocasiones “rehechas” –las calificaban los franquistas– o devueltas, sin indicación alguna de los párrafos inconvenientes; más frecuentemente, con la aceptación de los párrafos que la censura no admitía. “Expresa vigilancia se ejerce sobre la correspondencia de los obispos. Por ejemplo, las dirigidas al cardenal Tarancón y a Ramón Echarren: “Estas han sido enviadas al Ministerio de Justicia sin avisar, siquiera al firmante de las mismas”.