Fugit irreparabile tempus. Nos lo recuerda Virgilio en sus Geórgicas. En algunas localidades guipuzcoanas, Azkoitia, Hondarribia y Segura, todavía se celebran procesiones. En Donostia, con tradición anterior al Incendio de 1813, ya no.
Siendo niño, veíamos desde el balcón de casa, en la calle Loyola, la de Jueves Santo, organizada por la catedral. Era un vistoso y colorido cortejo, encabezado por un piquete de soldados romanos, mocetones de gran porte, que marchaba a “paso regular”, una modalidad de paso militar, al mando de Odriozola, hijo de un carnicero del mercado de San Martín. El silencio del público espectador dejaba oír el roce de sus sandalias con el suelo.
Le seguían los cinco tronos sobre ruedas, adornados con flores e iluminados con velas, cada uno escoltado por una escuadra de gastadores de los regimientos de Infantería e Ingenieros, guardias civiles o policías armados, según correspondiera, y, el último, el de la Virgen, por marineros de la Comandancia, precedidos cada uno por los cofrades, unos de morado, los de Jesús Nazareno; otros de verde, los de la Virgen de la Esperanza, los fieles y el clero de la ciudad. Las jerarquías del momento eran miembros significados de las cofradías y portaban un báculo que les acreditaba como tales. En medio, la banda militar, interpretando marchas fúnebres, al mismo paso.
Me llamaba la atención que algunos penitentes, serían los jefecillos, iban y venían a lo largo de la procesión; me imagino que transmitiendo mensajes o instrucciones, sujetando con la mano izquierda el antifaz para poder ver con más nitidez.
El Viernes Santo salía la procesión del Santo Entierro desde la parroquia de San Vicente con tres pasos, el Ecce Homo, el Crucificado y la Dolorosa. Aquello tenía un aspecto mucho más severo e impresionante. Iban todos los chiquiteros de la Parte Vieja trajeados, corbata negra, silenciosos, graves. Nosotros íbamos con nuestra ama, de espectadores y, cuando pasaba el osaba Paco, nos saludaba discretamente, guiñándonos el ojo.
Aquella manifestación religiosa desapareció. La primera, en 1967, y la segunda, en 1970. Curioso, en una sociedad como la donostiarra, tan aficionada a las comparsas, cabalgatas, fanfarrias y tamborradas. En el caso de la del Viernes Santo, la cirrosis de algunos penitentes también ayudaría, diezmando la nómina de participantes.
Algunas de las imágenes todavía permanecen en las iglesias organizadoras y son una muestra interesante de imaginería del barroco. Otras, junto con los tronos, las llevaron a Valladolid. El resto de artilugios que se utilizaban para la procesión se almacenaban en un local donde ahora se encuentra una librería, entonces calle Isabel la Católica, luego Reyes Católicos y después, en el argot festivo, Reyes Alcohólicos. De críos, al pasar por allí en fila, desde el colegio de Sánchez Toca al recreo, en el Paseo de los Fueros, acompañados por el profesor, solíamos ver cómo arreglaban los cucuruchos, las filas de túnicas colgando en los percheros, varas, cruces y otros utensilios, con esa fascinación que suscitan, a esa edad, ese tipo de almacenes de cosas raras y dispares.
Blancos y negros
En mi época estudiantil compartí piso con Curro, compañero y amigo entrañable de Setenil de las Bodegas (Cádiz). Es de los “blancos”, cofradía fundada en 1551, porque también lo fueron sus ancestros hasta donde alcanza su memoria de cristiano viejo. La otra de la localidad, los “negros”, es más moderna, data del siglo XVIII. No transcribo sus nombres oficiales por economía de espacio.
Este fenómeno de las procesiones es muy difícil de entender para los foráneos, con su sentido festivo y tradicional, máxime cuando te aseguran que, entre quienes se visten de nazareno, hay jóvenes, mayores, ahora también mujeres, gentes de izquierdas, de derechas… ¡hasta ateos!
En la cofradía de los “blancos”, y me imagino que lo mismo harían sus rivales, aportaban una cuota mensual, entre otras cosas, para invitar a las bandas de trompetas y tambores de cualquier unidad militar de vistosos uniformes y que metiera ruido, a cuyos coroneles entronizaban como hermanos mayores y que, incomprensiblemente, hacían bolos por los pueblos andaluces durante la Semana Santa, comiendo y bebiendo como si no hubiera un mañana, hasta que la ministra de Defensa, Carme Chacón, con buen criterio, prohibió esta actividad. Increíble, pero cierto.
Córdoba
Mi última relación con las procesiones tuvo como escenario las Caballerizas Reales de Córdoba, sede, entonces, del 7º Depósito de Sementales, donde cumplí, como veterinario, que no de semental, mi servicio militar.
El protocolo militar dispone el saludo militar para los uniformados al paso de las imágenes de las procesiones.
Estando de guardia en el Botiquín de Ganado, nuestro destino, un Sábado Santo que anochecía escuché el sonido de los tambores y, obedeciendo a ese instinto donostiarra que nos activa al oír un rataplán, me acerqué hasta el cuerpo de guardia para ver pasar la comitiva.
Saludamos todos los presentes al paso del trono pero, para nuestra sorpresa, los costaleros decidieron hacer un descansito, justo en aquel momento y lugar, dejándonos a la media docena de aburridos, a la par que curiosos militares, en tal incómoda y ridícula guisa, incluido el centinela con su tercerola y el brazo izquierdo flexionado. El cuadro se completaba con los penitentes, de negros hábito y capirote, y las señoras enlutadas, peineta y mantilla española, portando todas sus candelas encendidas. Y, por si algo faltara, desde la oscuridad de un balcón cercano, una saeta rasgó la calma nocturna, aportando el lastimero sonido que completaba tan berlanguiana escena de la España cañí. Del ridículo no se vuelve, dicen. No he conseguido reconciliarme con esas manifestaciones folclórico-religiosas.
Hoy domingo
Sopa de pescado. Xapo al horno, patatas panadera. Fresas. Blanco Castillo de Monjardín. Agua del Añarbe. Café. Petit fours de Vidaurre de Olite.