En las campañas de desratización se utilizan raticidas, cuya fórmula base es el dicumarol, el popular Sintrom, un anticoagulante que, en opinión de algunos jubilados curiosos, sólo servía para engordar a las ratas. Algo de razón tenían porque los malditos roedores terminaban acostumbrándose a la molécula y debíamos ir cambiando la concentración del biocida cada cierto tiempo. Otro ejemplo de tolerancia adquirida es el de esas sustancias que en pequeñas dosis son inocuas, pero se van acumulando en el organismo, sin exteriorizar los síntomas, hasta llegar a su dosis letal. El arsénico, por ejemplo, aunque luego el forense más bisoño sepa diagnosticarlo con sólo mirar las uñas del occiso y visualizar las líneas de Mee.

Con los antibióticos, que son medicamentos que combaten a las bacterias, en humanos o animales, pero nada más, nunca virus, ocurre algo parecido y no deja de ser un fenómeno natural.

Adaptación

Los microorganismos, desde la introducción de los antibióticos en la práctica clínica, a mediados del siglo pasado, por pura supervivencia, se han ido adaptando a través de distintos mecanismos en un proceso de selección genética, hasta conseguir que muchos de los normalmente utilizados para tratar las infecciones que causan en este momento resulten ineficaces. En consecuencia, existe un segmento de bacterias que, en la actualidad, son resistentes. Están blindadas. Son las superbacterias. De hecho, un creciente número de infecciones, como la neumonía, la tuberculosis, la septicemia o la gonorrea, son cada vez más difíciles –y a veces fatalmente imposibles– de tratar, porque los bactericidas van perdiendo eficacia y el descubrimiento de nuevos antibióticos es más lento que la aparición de las superbacterias.

Estas resistencias son especialmente preocupantes en los centros asistenciales, “infecciones nosocomiales” porque los pacientes que entran en los hospitales pueden estar bajo tratamientos que reducen su sistema inmune y que, por tanto, son fáciles de colonizar por estas superbacterias, acostumbradas a torear con todo tipo de agentes antibacterianos, lo que reduce el arsenal disponible para tratar las infecciones con consecuencias, a veces, muy graves. 

Casi millón y medio de personas, mueren al año en todo el mundo por infecciones causadas por bacterias resistentes a los antibióticos, nueve muertes cada minuto, más de las que causan el VIH o la malaria y, además, supone un gran coste económico añadido porque se prolongan las estancias hospitalarias, se consume más medicación y se requieren nuevas intervenciones quirúrgicas, lo que induce a pensar a muchos autores que, después de los estragos causados por el covid-19, la aparición de superbacterias y la resistencia a la antibioterapia que lleva aparejada, será la próxima pandemia silenciosa a la que se enfrentará la humanidad en los próximos años, con incierto futuro.

La OMS ya considera la resistencia a los antimicrobianos una de las diez principales amenazas para la salud pública a las que se enfrenta la humanidad.

Un fenómeno similar se está dando con las infecciones fúngicas. Los brotes de candidiasis producidas por la Candida auris, vieja conocida femenina, son una amenaza cada vez mayor. 

La utilización de antiparasitarios cutáneos en animales de compañía es obviamente necesaria, pero debemos considerar que parte de estos medicamentos y sus residuos se acumulan en los hogares y pueden representar una exposición ambiental significativa de niños y adultos. 

Además, una parte de los antibióticos y sus metabolitos se eliminan al medio ambiente, así como las formas resistentes de los patógenos, que afectan a la microfauna encargada de descomponer los excrementos, desencadenando primero un problema ambiental que podría derivar en problemas de sanidad animal y humana, por la presencia de residuos de medicamentos, lo que debe ser uno de los factores a considerar, para una gestión ambientalmente sostenible de purines y estiércoles. Otro ejemplo de un problema global de One Health. 

Cabe preguntarse las razones que nos llevan a este problema sanitario global que se inicia cuando el profano se automedica o interrumpe su administración antes del plazo establecido por el facultativo –médico o veterinario– al observar notable mejoría. También porque la dosis no sea la correcta por defecto. 

Menos probable, pero a tener en cuenta por su uso indiscriminado en la producción ganadera, aunque desde 2014 se haya reducido el consumo de antibióticos en un 25,5% en salud humana y un 62,5% en sanidad animal, según la Organización Mundial de Sanidad Animal (OMSA) y menos del 20% de los agentes antimicrobianos utilizados en animales eran de importancia crítica para la salud humana, lo que no obsta para que deba continuar esa tendencia a la baja, pero consideremos una frivolidad, estigmatizar el consumo de carne por esta razón, como sostienen algunos profesionales mal informados.

En un mundo donde el desarrollo de un nuevo antibiótico exige más de una década de esfuerzo dedicado y una inversión altísima, cuando a los laboratorios les resulta más rentable invertir en otro tipo de fármacos, es responsabilidad de todos garantizar que nuestro actual arsenal de antibióticos siga siendo eficaz para las generaciones venideras. La ciudadanía debe saber, porque la comunidad sanitaria ya lo sabemos, que los antibióticos sólo debe prescribirlos un profesional.

Fagos

Lo último en la lucha contra las bacterias resistentes a los antibióticos son los bacteriófagos. Virus que atacan a las bacterias y causan su muerte, una guerra biológica controlada que en Europa se utiliza sólo como medida compasiva, mientras que en EEUU o países del Este se aplica sin restricciones.

Hoy domingo

Menestra de verduras. Confit de pato de la granja Goiburu de Urnieta, patatitas panadera. Naranja. Tinto de crianza de Solagüen. Agua del Añarbe. Café y petit fours.