Mi primera salida. Fue el título del artículo que el colaborador de la sección de Montaña del extinto diario donostiarra La Voz de España publicó el 26 de octubre de 1960.

El articulista, un avezado montañero de aquellos que, tras pasar la guerra, el campo de concentración y cuatro años de mili en África, para comienzos de los sesenta ya había hollado todas las cumbres guipuzcoanas, se movía con naturalidad por Aralar y había ascendido a las cimas más conocidas del Pirineo navarro, desde Auñamendi a Lakartxela o Txamantxoia. Pero en aquella entrega, en lugar de describir una ruta, sus dificultades y las recomendaciones logísticas de transportes, avituallamiento e impedimenta necesarias según la estación del año, adoptaba una actitud más intimista y se esforzaba por recordar el día que hizo su primera excursión con su mochila, inicio de una afición que, cuatro décadas después mantenía entusiasmado, como semanalmente reflejaba en sus notas periodísticas, y que en aquel momento revivía con emoción apenas contenida, solicitando la comprensión y disculpa del lector por lo que podría parecerle una insignificancia: la primera salida al monte, “para todo el día”, de su hija Itziar, de 7 años.

Efectivamente, la pequeña se había integrado en el grupo de Alitas, la rama femenina infantil del movimiento Scout, disuelto en 1940 por los golpistas y que, a comienzos de la década de los sesenta, bajo el amparo de la Iglesia católica, resurgió con fuerza en Euskadi y Catalunya especialmente. Muchos jóvenes formamos parte del escultismo, en contraposición al Frente de Juventudes, organización juvenil encuadrada en la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y JONS), el partido y sindicato únicos durante el franquismo que, por razones que el lector fácilmente imaginará, apenas tuvo implantación en Euskadi.

Describe el columnista el nerviosismo que mostraba la montañera novel desde la víspera, el miedo a quedarse dormida, su constante rogar para que le despertara, el repaso a la ropa que vestiría, al calzado y a la mochila para llevar la fruta y los bocadillos que la organización les había recomendado. Finalmente, el domingo, temprano, el orgulloso padre acompañó a su hija al punto de encuentro, le despidió y, temblándole el lagrimón, le vio partir con el resto del grupo y las responsables, para ella, hasta entonces desconocidas. Aquel domingo transcurrió con la lógica preocupación de sus padres sobre las reacciones, el estado de ánimo y el encaje en el colectivo, hasta la hora del regreso.

Al llegar a casa, no paró de contar anécdotas y vivencias. Incluso tuvo que escribir unas líneas sobre lo que había experimentado durante la jornada, que su padre alcanzó a leer emocionado, antes de caer agotada en la cama cantando la canción que había aprendido.

Transcurrieron muchos años. Aquel montañero partió un día hacia esa cumbre tan alta de la que nadie regresa. La historia se repetiría, pero ahora la protagonista era la nieta de aquella intrépida alita.

Arotz Enea

Efectivamente, Lore, también de 7 años, se iba de excursión con sus compañeras de la ikastola Jakintza, a pasar la noche por primera vez fuera del entorno familiar, en el refugio Arotz Enea de Etxarri, en el Valle de Larraun, en Navarra, gestionado por Tilín Talán. Una expedición comparable, en sus preparativos, a la de un safari africano, pero sin matar elefantes ni romperse la cadera. Ah, y pagando a escote, “a pachas”, que dicen los bilbainos, las familias. No a costa del presupuesto. Ya me siguen.

El nerviosismo previo de las excursionistas, de una u otra generación, era el mismo. La preparación de la mochila, incluyendo un saco de dormir y el peluche, ¡que no falte!, junto a ese montón de cosas que ponen las madres –mudas, pijama, camisetas, útiles de aseo– que luego no se utilizarán. Las prisas para llegar a la hora de la salida del bus. Por fin, sentadas en el autocar, el viaje hasta las inmediaciones de Lekunberri. Llegar y dejar el equipo en la parte superior de las literas del antiguo caserón. Las explicaciones previas que nadie atiende ni entiende y, al fin, comienza la aventura.

Se adentraron, a la luz de las linternas, en Tomasen zuloa una cueva enorme, donde los monitores les contaron la leyenda de Mari. Superado el canguelo, realizaron unas prácticas de laboratorio, tiñeron camisetas con cúrcuma y sal; participaron en juegos varios al aire libre. Merendaron pan con una onza de chocolate, una novedad para muchos infantes urbanitas acostumbrados a esas porquerías industriales. Después de cenar, celebraron una disko festa, donde bailaron, sólo las chicas, porque los chicos, tan gamberretes cuando están en grupo, son vergonzosos en estas lides individuales, cosas de nuestra genética ancestral y no disponían de esa barra en la que se acodarán dentro de unos años. La noche fue breve y sin lágrimas furtivas.

Al día siguiente, visitaron un caserío con animales y coincidieron con dos veterinarios que, intuyo por el relato, hacían diagnósticos de gestación o inseminaban vacas, porque introdujeron el brazo izquierdo enguantado por el recto y extrajeron todo el contenido, lo que impresionó sobremanera a la chiquillería. Bien. A ver si hacemos cantera porque las Ciencias Veterinarias son mucho más que la clínica de mascotas. Por último, después de comer una paella extraordinaria, vuelta a casa en el autobús.

En este caso, como en el primero, enorme satisfacción de las excursionistas y cansancio que, tras la ducha intensa y frugal cena, les sumió en un profundo sueño. Emoción para padres y familiares y agradecimiento para las profesoras, andereñoak, por la iniciativa, gestión y acompañamiento permanente. Uno también tiene su corazoncito. Gracias por su comprensión.

Hoy domingo

Arroz marinero con mejillones y langostinos. Tacos de xapo rebozados. Ensalada verde. Tinto Club de Cosecheros, reserva 2015, Muruamendiaraz. Café.