Roja: de vacuno, ovino, caballar o porcino. Blanca: de aves o conejo. Alternándola con verduras, cereales y legumbres. La fruta que no falte. Tampoco los lácteos, los huevos ni el pescado. Ni el ejercicio. Con fiambres y embutidos moderación, no lo tengo tan claro con la grasa, la sal, los nitritos y nitratos. Según nuestras posibilidades, claro. Sin temores infundados. Ya está bien de marear a la ciudadanía, atendiendo a los intereses de las poderosas multinacionales de la alimentación y su propaganda seudocientífica.

Asistimos a una ceremonia de confusión que va adquiriendo unos tintes peligrosos, dirigida a un sector de la población urbanita infantiloide, con formación universitaria y un nivel económico relativamente desahogado, de un perfil eco-bio-progre-natur-furgo-orgánico que cuestionan, sin conocimientos ni bases científicas, la alimentación de las personas en los países desarrollados como el nuestro.

Si antes se creó una atmósfera enfermiza contra todo lo que fuera plástico, ahora que remite, surge con fuerza una filosofía sectaria contra la carne y, en general, los productos de origen animal, tratando de implantar una dieta exclusivamente vegetal o, cuando menos, con tendencia al veganismo. Y algunas instituciones públicas no son ajenas, como el ministerio de cartón-piedra o el tristemente famoso informe de la OMS de las carnes rojas y procesadas, sobre el que no han vuelto a insistir, sabedores de su carencia del rigor suficiente, para el follón que se armó. Vamos, que patinaron. Y esto ocurre cuando la edad media de la población española ha superado, por vez primera, los 44 años y los mayores de 65 o más años representamos el 20% del total de la población, con una esperanza de vida de 82,4 años, algo que no había ocurrido hasta ahora, según datos del INE de enero de 2022, mientras que, en la India, país inspirador para los adláteres de estas teorías, la edad media es de 28,7 años y la esperanza de vida 70,2 años. A pesar del yoga y del Kamasutra. Quiero pensar que, en lo que a nosotros respecta no será debido, únicamente, a la ingesta de tofu, quinoa, chia, soja, avena, kombucha, leche sin higienizar y lechugas biológicas. Que habrá algo con más fundamento. Con más chicha.

Básicamente, hay dos tipos de nutrición, la autótrofa, esos organismos que sintetizan todas las sustancias esenciales para su metabolismo a partir de sustancias inorgánicas, los vegetales, que no necesitan de otros seres vivos, aunque agradecen el abono orgánico y la heterótrofa, en la que la materia orgánica es transformada en nutrientes y energía. Y en ese grupo estamos los animales de dos y cuatro patas, los hongos, algunas bacterias y las arqueas.

Comemos –demasiado en esta parte del mundo occidental– porque debemos aportar una cantidad de nutrientes energéticos, las calorías necesarias para llevar a cabo los procesos metabólicos y de trabajo físico y por funcionalidad celular, es decir, para suministrar proteínas, minerales y vitaminas a esas moléculas que hacen funcionar a los distintos órganos y que no son las mismas, ni en iguales cantidades, para cada órgano, pero que tienen que guardar un equilibrio, para garantizar el mínimo proteico diario necesario.

De los cerca de quinientos aminoácidos existentes en el planeta, nosotros necesitamos veinte a los que llamamos «esenciales» y de esos, nueve, únicamente se pueden conseguir a partir de la proteína animal. Los once restantes, también se pueden obtener de los vegetales, legumbres y cereales principalmente, pero insisto, nueve son de origen animal: carne, pescado, leche y huevos.

Las proteínas deben suponer entre el 10 y el 15% del aporte calórico total, no siendo nunca inferior, a 0,75 gramos por día. Los glúcidos nos aportarán, al menos, el 50 o 55% y los lípidos el 30 o 35% de las calorías totales ingeridas. Si se sigue una dieta distorsionada o caprichosa, surgirán problemas por la falta de hierro, calcio o vitamina B12, por ejemplo.

La dieta fue clave en la hominización. Nuestro cerebro pasó de los cuatrocientos centímetros cúbicos de volumen a los mil quinientos y hubo un momento clave en su desarrollo, cuando el homo habilis del Pleistoceno inferior, hace 2,5 millones de años, que comía frutas e insectos y experimentaba con el fuego, comienza a ingerir proteína animal, es decir, aminoácidos esenciales y la «compaña», el hierro, zinc, selenio y la vitamina B-12, que contiene la carne, elementos fundamentales en el desarrollo del sistema nervioso, lo que le permitió evolucionar hacia el homo erectus, un tipo compacto, achaparrado y robusto, más parecido a los neandertales que a nosotros, según publica Nature Ecology and Evolution que siguió siendo omnívoro, comía carne, de carroña o cazada, frutas e insectos y algún pescado aunque su captura le exigiera habilidades superiores a las de la caza, o sea, que el pescado estaba reservado para los más espabilados.

Nuestro aparato digestivo se asemeja más al de un carnívoro, con un intestino delgado largo, un colon corto y un aparato masticador pequeño, que al de los herbívoros, dotados con un intestino delgado y el colon muy largos, para aprovechar mejor la celulosa. Y existe otro detalle importante: la posición de nuestros ojos. Humanos y carnívoros frontales, con una visión estereoscópica, mientras que los herbívoros laterales, lo que les proporciona una visión panorámica, de 300 grados, que les permite vigilar el horizonte y evitar a los depredadores.

Pero no solamente es importante la cantidad de aminoácidos, sino la proporción, ya que existe una especificidad de acción para cada uno, un detalle que se olvida con frecuencia y la deficiencia de uno solo, puede acarrear problemas de salud físicas, psicológicas y de comportamiento. Con la frecuencia que se pueda, hay que comer carne, porque estamos diseñados para ello.

Hoy, domingo

Habitas con jamón. Carrilleras de cerdo al vino tinto. Manzana asada. Vino tinto crianza Solagüen. Café.