El jueves, tras escuchar el concierto que, con escogidas piezas de Raimundo Sarriegui, interpretaron magistralmente mi nieta Lore y un centenar de sus compañeros de la ikastola Jakintza hice mi preceptiva parada en el aceitunero de la calle Matía para la semanal provisión de encurtidos.

Una clienta me pidió que hablara sobre la contaminación que producen las vacas. No es un tema que me agrade, hablar de pedos. Lo mismo da que sean vacunos o de otras especies, e intentar contrarrestar con argumentos técnicos o científicos todas las estupideces que periódicamente exponen el ministro del ramo, los políticos disfrazados de progresíes, las organizaciones ecologistas de financiación e intereses opacos, y hasta algunas nutricionistas tan monas como pijas e ignorantes. Es una empresa que escapa a mi capacidad y, sobre todo, a mi paciencia. Pero la desconocida lectora que me interpeló, merece mi atención así que, va por usté.

Gei

(Gases Efecto Invernadero). Todos los seres vivos producimos metano. Nos echamos pedos. Hoy me referiré a la ganadería extensiva, esas vacas, ovejas, yeguas y cabras que deambulan por bosques y prados, públicos o privados, buscando su diario condumio –la trashumancia es otra cosa a la que ya le tocará el turno–, ayuda a mejorar las condiciones ambientales. Aprovechan recursos que de otra forma se perderían, mantienen los ecosistemas en un estado óptimo, especialmente en zonas donde habían desaparecido sus depredadores, hasta que a unos iluminatis con despacho oficial se les ocurrió favorecer al lobo. También sirve para luchar contra los incendios forestales, al limpiar de maleza prados y bosques e incluso para limpiar ciertas zonas pantanosas. Y todo porque necesitan comer mucho forraje y cada especie elige unas plantas diferentes –no todas las hierbas son iguales– y, además, las cortan de manera distinta según su fórmula dentaria, pero todas se complementan para la regeneración del pasto. También fijan la población en las localidades más despobladas y enriquecen el paisaje, que disfrutan nuestros turistas antes y después de catar nuestra gastronomía.

Estos animales “extensivos” son los que, históricamente, nos han aportado, sobre todo carne, a los humanos, facilitando el desarrollo de nuestro cerebro y nuestra evolución, desde que fueron domesticados en el Neolítico, hecho aberrante para algunos humanos actuales.

Otro día hablamos de la producción intensiva, en granjas, de carne, leche y huevos, que también tiene su problemática medioambiental.

Advirtiendo que se trata de un tema un poco rollo y fácilmente manipulable por la cantidad de variables que se utilizan, que exigen unos conocimientos mínimos que se escapan a la mayoría de los mortales, lo que no obsta para que opinen, ¡faltaría más!, vamos con los GEI, fundamentalmente metano (CH4) que expulsan de forma natural con eructos, pedos y plastas los rumiantes, con independencia del sistema de producción, consecuencia de su especial metabolismo para el aprovechamiento de la celulosa.

Un tema donde existe mucha información errónea y casi siempre tendenciosa para implantar esa nueva religión ecológica que pretende salvar el planeta a base de tofus, quinoa y hamburguesas vegetales.

Según un informe de las emisiones de GEI por sectores de la Red Ambiental de Asturias con datos del año 2000, analizando solamente las emisiones directas atribuibles, en exclusividad, al metano emitido por el ganado y el estiércol, se produciría en equivalentes CO2 el 5,1% de los GEI, lo que concuerda, más o menos, con lo que señala la Agencia de Protección del Medio Ambiente de EEUU con datos de 2020. Incluso una universidad británica propone nuevos cálculos cuyas fórmulas rebajan algo más el impacto de esas emisiones.

En España, según el Inventario Nacional de GEI del Ministerio para la Transición Ecológica, actualizado en el 2021, todas las actividades agrarias –agricultura y ganadería– aportarían el 12,02% de los GEI y el transporte el 29,05%. Por otra parte, me dicen que existe un estudio que concluye que los jubilados de la presente década del siglo XXI contaminan igual o más que las vacas o los coches. Cada uno que haga sus propios cálculos, que lo tiene fácil.

Además, casi nunca se habla del carbono que secuestran, que quitan del medio, las diferentes actividades, solo de las emisiones. Me refiero a que las plantas, en su ciclo vital, consumen CO2 (biogénico) y los rumiantes se comen las plantas; este dato, que pasa desapercibido intencionadamente, claro, también debería tenerse en cuenta y entonces, las cifras serían otras.

Calcular de forma objetiva y real el nivel de contaminación que se produce por un hecho determinado en nuestro caso, cuántos equivalentes en CO2 se emiten por cada filete de carne de origen animal, no de esa otra que ahora promociona la industria alimentaria y sus dietistas acólitas, es muy complicado. Por último, cabe recordar que el 86% del alimento que ingieren los rumiantes procede de materias primas que las personas no podemos asimilar. Ahora, que contaminan con metano, es innegable. Como tantas otras cosas de uso diario por los humanos.

Transitamos hacia un calentamiento global del planeta y recibimos menos radiaciones solares por la contaminación. Es cierto y relativamente preocupante, pero no se debe culpar a los pedos de las vacas o de los jubilados y olvidar la industria, el transporte de viajeros y mercancías, algunas formas de ocio o la sociedad de consumo.

Aunque seguiremos hablando del tema, animo al lector a comer carne roja –vacuno, cerdo, cordero– cuando menos, dos o tres veces a la semana si puede, acompañado siempre de verduras y legumbres, mejor si son productos de cercanía y temporada, aprovechando las ofertas y las marcas blancas.

Hoy domingo

Alcachofas con jamón. Merluza en salsa verde. Naranjas y fresas. Vino tinto crianza Cuatro Tierras de bodegas Piemonte de Olite. Café. No hay txupito. Ha comenzado el ramadán suave.