uando una persona se desmaya decimos que pierde el conocimiento. Pierde la percepción de sí misma y del entorno. No sabe en qué día está, ni dónde; le cuesta moverse, está aturdida, y la lucidez del pensar se hace ausente. Se trata muchas veces de falta de oxígeno en el riego cerebral o de falta de este riego por algún motivo. Algunos síntomas son mareos, vómitos e incluso náuseas. No se trata de explicar en este artículo este fenómeno fisiológico, sino de pensar si a las organizaciones, a las instituciones públicas e incluso a las empresas no les pasan cosas parecidas a la pérdida de conocimiento. ¿Qué quiere decir que una institución pierda el conocimiento? ¿La aceleración de los acontecimientos puede ser una causa de esa pérdida de conocimiento? ¿Qué es el oxígeno que mantiene activas las neuronas de las instituciones? ¿Qué síntomas de vómitos verbales observamos en los debates politicos como resultante de esa pérdida de conocimiento? ¿Dónde se alberga el conocimiento y en qué condiciones se transfiere a los ciudadanos para su mejor calidad de vida?

No cabe duda de que el conocimiento disponible en el mundo está aumentando como resultado de la investigación científica y de su aplicación en forma de tecnología. Pero eso no asegura que se distribuya entre todas las instituciones a la misma velocidad, de forma homogénea y con la suficiencia necesaria para garantizar que sus finalidades se vean reforzadas con ese oxígeno tan necesario para progresar. Las distintas instituciones -públicas y privadas- funcionan con pulsos muy diferentes en la circulación sanguínea, en la absorción del oxígeno de los conocimientos y en su uso.

Así como la aceleración 2G (dos veces la caída libre) provoca pérdida de conocimiento en los humanos, la aceleración de los acontecimientos sociales y tecnológicos provoca también la pérdida de capacidad de acción eficaz de muchas instituciones.

Ese oxígeno tan necesario en el cerebro para no perder el conocimiento es -en las empresas e instituciones- el talento de las personas que aportan soluciones frente a los problemas que, de forma sostenida y acelerada, se van generando. Pero ese flujo oxigenante -tan necesario- se ve obstruido por la burocracia, la lentitud del análisis, por reglas y modos de pensar antiguos, por la seguridad del protocolo, por la demora en la respuesta necesaria y por la ejecución ineficiente o tardía.

Se pierde el conocimiento cuando la confrontación deseable de las ideas se sustituye por las descalificaciones personales, por la negativa a escuchar y cuando la corrupción prospera por el soborno o el chantaje en las relaciones. Estos comportamientos equivalen a los síntomas de náuseas y vómitos de pérdida de conocimiento. Se pierde el conocimiento cuando no cabe el argumento del saber basado en datos veraces y experiencias, y cuando ni se considera la valoración sincera de las propuestas de otros, buscando las ventajas o inconvenientes para los directamente afectados.

No pierden el conocimiento algunas empresas -generalmente grandes- que aplican nuevas tecnologías de forma sistemática, y que promueven modelos avanzados de gestión de personas, y usan la formación y la meritocracia como sistemas de promoción de las responsabilidades y del poder de decisión. Son las entidades que se mueven más rápido que la media y aceptan bien -o más bien provocan- la aceleración en la que vivimos. Tampoco pierden el conocimiento las empresas de base tecnológica, que investigan en los límites de sus competencias, y que invierten en experimentar para innovar radicalmente en los productos y servicios que ofrecen a sus clientes.

No ocurre lo mismo en muchas entidades de la Administración pública en las que llevamos muchos años desprendiéndonos del conocimiento de los funcionarios, sobre sus áreas de actuación, en favor de las empresas privadas. Los arquitectos e ingenieros del sector público ya no diseñan edificios, ni carreteras, ni infraestructuras urbanas, ni los planes de actuación, como ocurría en el siglo pasado. Los peones camineros fueron los primeros que dejaron de trabajar en lo público, para seguir con los jefes de obra y por último lo hicieron los que diseñan los proyectos. Su función ahora pasa al control de lo que se hace, y es ahí donde reside su conocimiento. Por eso su saber pasa del área específica del hacer, arquitectura, ingeniería, agricultura... a la gestión y control de lo que hacen otros, a través de la burocracia. El conocimiento técnico y sus innovaciones salen rápidamente de lo público para albergarse en las empresas privadas, de las que siempre dependen para hacer algo. El conocimiento normativo y legal es el que se instala en lo público. Tiene como finalidad la creación y verificación de las normas, y tan pronto como se produzca una incidencia grave en la ejecución, aumentan su control generando nuevos procedimientos para todos los intervinientes. La burocracia tiene su contrapunto en la transparencia, la confianza y los incentivos sobre las buenas prácticas de los afectados. Aplicar control y más control, burocracia creciente, sólo conduce a estrangular la eficacia, ralentizar los procesos, e incrementar los costes públicos y, en consecuencia, los privados.

El oxígeno del conocimiento reside en las personas, en eso que llamamos talento, que no es solo una habilidad aislada de la persona, sino que solo se manifiesta si hay un entorno adecuado para su emergencia. Cuestiones como el buen liderazgo, el espíritu de equipo, la motivación por las finalidades del trabajo, la formación continuada, la progresión profesional y la transparencia de la gestión son las que hacen que el talento se manifieste.

Las tendencias nos señalan que crece la contratación de los proyectos y servicios desde lo público hacia las empresas, tanto en proyectos de alta complejidad como de operación más sencilla, y que los talentos buscan su despliegue profesional en el sector privado y eligen el sector público quienes buscan sobre todo una estabilidad en el empleo.

Distribuir el conocimiento y hacer que se distribuya hasta el ciudadano es un papel fundamental de lo público. Por ejemplo, si nos fijamos en esta pandemia, el papel de lo público no es solo poner vacunas, contar contagios y elegir las normas de confinamiento o reducción de movilidad, sino que sería tan importante o más, trasladar información cierta, conocimiento a los ciudadanos sobre su propia salud y dotarles de los medios necesarios (mascarillas, test, medidas de ventilación, tratamientos y criterios de valoración) y de la información útil de su entorno para optimizar su salud. Supone distribuir el conocimiento útil que se posee para adquirir otros de mayor nivel. Vemos que cuando no hay recursos de atención de primaria, se pasa a invitar a los ciudadanos a hacerse el test por su cuenta con el hisopo, sin preparación ni información suficiente para hacerlo adecuadamente, mientras nos llevan años bombardeando con el mensaje de no automedicación.

Esta descapitalización del conocimiento en las instituciones públicas es fuente de una dependencia excesiva de las empresas privadas. Ante el cambio de velocidad -aceleración- de los sistemas sociales y tecnológicos que vivimos, existe un gran riesgo de pérdida de conocimiento, eficacia y eficiencia frente a los problemas emergentes, y en consecuencia a una desafección progresiva de los ciudadanos respecto a sus gobiernos y administraciones, poderoso caldo de cultivo de las soluciones populistas y mesiánicas.

Futucultor