n los últimos años casi se había instalado la idea de que en América Latina se podía dar por concluido el llamado ciclo progresista y volvía a instalarse el viejo sistema neoliberal. Precisamente, ese ciclo había constituido la oposición movilizada en las calles y en las urnas contra las políticas neoliberales que durante las últimas décadas habían abocado a las mayorías sociales a un insoportable empobrecimiento y pérdida de derechos. Políticas estas que abrieron la vida y la naturaleza a los mercados, que negaron el papel regulador del estado y que entregaron los sectores económicos estratégicos a unas minorías que multiplicaron sus riquezas.

El cambio de siglo había supuesto la apertura de un nuevo ciclo en el que se trataron de revertir gran parte de esas medidas, iniciando de esta forma un periodo de cambios profundos que, entre otras, consiguió una destacada redistribución de la riqueza, además de la vuelta del estado con una importante preeminencia sobre los intereses de los mercados. Se mejoraban así las condiciones de vida de millones de personas en muchos de estos países; se recuperaba una cierta soberanía y dignidad frente al dictado de las antiguas élites y se avanzaba en transformaciones hacia nuevas sociedades más justas, participativas y democráticas, donde los caminos los marcaran las sociedades y no los mercados.

Pero como decíamos, cierto agotamiento de estos procesos, desgastes causados por diferentes desaciertos y, especialmente, el contraataque de esas élites políticas y económicas tradicionales, locales e internacionales, que habían perdido sus privilegios, asentó la idea del final del ciclo progresista. Nada más lejos de la realidad.

Cierto es que en algunos países del continente se había dado una importante reversión de ese proceso iniciado con el nuevo siglo. Las derechas tradicionales y ultras habían vuelto a ocupar diferentes casas de gobierno. En unos casos mediante golpes de estado (Honduras, Paraguay), en otros a través de victorias electorales (Argentina, Ecuador) y en algún otro poniendo en marcha campañas judiciales y mediáticas que apartaran de la vía electoral a los liderazgos populares, como el caso de Brasil.

Sin embargo, la vuelta a las viejas políticas neoliberales no tenía nada que ofrecer a las grandes mayorías y, sabedoras de ello, esas políticas vienen ahora acompañadas por procesos de criminalización y represión que no tratan sino de frenar la protesta social. Así, a partir de los últimos meses del 2019 los estallidos sociales se extienden por Ecuador, Chile, Colombia, Haití, a los que se unirá pronto Bolivia, donde un nuevo golpe de estado busca frustrar el camino de cambios estructurales iniciado en 2005. El paréntesis de la pandemia no hace sino ser eso, un simple paréntesis ante la incertidumbre. Pero, como se está demostrando en las calles de Colombia, la población tiene un temor mayor a las medidas neoliberales de los gobiernos que al virus y tras unos meses de cierta parálisis, la protesta social retoma con más fuerza las demandas de medidas que reviertan la pérdida de derechos sociales, económicos y políticos para poder avanzar en cuestiones como la mejora de las condiciones de vida de esas grandes mayorías. Medidas que reviertan la entrega de los sectores estratégicos a oligarquías y transnacionales, que no den continuidad a la destrucción de la naturaleza, o que recuperen la posibilidad real de poder ejercer los derechos por parte de aquellos sectores sociales más vulnerados por la violación continua de los mismos, como las mujeres, pueblos indígenas, LGTBI o el campesinado.

Así, primero fueron países como México y Argentina quienes mediante procesos electorales mostraron el hartazgo social ante, en el primero de los casos, años de neoliberalismo y de guerras internas entre el narcotráfico e intereses oligárquicos que colocan a los pueblos de México en una diana permanente. En el caso de Argentina, la vuelta por una legislatura de las medidas neoliberales de la mano del macrismo fue suficiente para traer a la memoria golpes tan brutales como el “corralito” y otras medidas económicas que hicieron que este país, que en algún momento se creyó más europeo que americano, se hundiera en el empobrecimiento generalizado de su población.

Pero, en este nuevo ciclo de protestas sociales, hay un actor que ahora retoma un lugar que algunos pretendieron invisibilizar. Los pueblos y organizaciones indígenas han mostrado su fuerza y determinación ante los genocidios a los que han sido abocados en diferentes momentos de la historia del continente. Tuvieron un rol protagonista en las últimas décadas del siglo pasado al conseguir avances legislativos y normativos importantes, tanto en el marco estatal como en el internacional. Definieron, y hoy de nuevo definen, el camino que saca a Bolivia de esas viejas políticas y articula nuevas conceptualizaciones del estado (plurinacional), de la economía (pública, cooperativa y comunitaria, además de privada) o de lo social mediante procesos de descolonización y despatriarcalización.

Pues bien, esos pueblos, aliados a múltiples sectores populares, hoy retoman su protagonismo y se hacen visibles en países como Colombia, Ecuador, Perú o Chile. Con cierta sorpresa para algunos asistimos a tiempos en los que las banderas indígenas, como la defensa del territorio y naturaleza, autodeterminación, complementariedad, buen vivir y un largo etcétera, penetran en la protesta social, parlamentos y convenciones constituyentes y se comparten enriqueciendo los debates y estrategias para nuevas sociedades más justas y democráticas.

Ante esta situación desde el mundo enriquecido, ese que se considera cuna de la democracia y los derechos humanos, se impone el silencio político y mediático. No interesa saber que en Colombia la protesta social ha cumplido ya los dos meses y que acumula decenas de muertes, centenas de heridos y miles de detenidos/as, además de desaparecidos y mujeres agredidas sexualmente por la policía. Y el hecho grave de que este país se ha convertido en exportador de paramilitares y mercenarios como demuestra el reciente caso de Haití. Precisamente, hablan del asesinato del presidente de este país, pero no mencionan que la protesta es continua en este país caribeño desde 2018. No se dice que en Perú, tras más de un mes de las elecciones, el Tribunal Electoral sigue sin proclamar presidente al candidato de la izquierda, ante las presiones de las derechas locales e internacionales que buscan la forma de revertir la decisión de las urnas. Y mientras se escribe este texto se inicia la campaña mediática contra Cuba.

Pero, si una imagen refunde y refleja lo que hoy ocurre en América Latina es la del nombramiento de una mujer mapuche, Elisa Loncón, asumiendo la presidencia de la Convención Constituyente en Chile. Sus primeras palabras, en un espacio aún regido por la constitución pinochetista, fueron en mapudungun, en el idioma propio. Palabras que a continuación destilaban una intención firme: “Esta fuerza es para todo el pueblo de Chile, para todos los sectores, para todas las regiones, para todos los pueblos y naciones originarias que nos acompañan, para sus organizaciones, para todos y todas. Este saludo y agradecimiento es también para la diversidad sexual, este saludo es también para las mujeres que caminaron contra todo sistema de dominación, agradecer que esta vez estamos instalando aquí una manera de ser plural, una manera de ser democráticos, una manera de ser participativos”. Palabras que, aunque dirigidas a los pueblos de Chile, se suman a tantas intencionalidades expresadas en las protestas y demandas sociales en todo el continente y que reflejan que en América Latina se abre un nuevo ciclo progresista, o se da continuidad al existente. Esta discusión poco importa, pues lo importante es que América Latina (Abya Yala) está caminando.

Miembro de Mugarik Gabe. ODAL-Observatorio de Derechos en América Latina