ntre las virtudes indispensables de un líder está ser audaz en la toma de decisiones complejas. ¿Qué otra cosa cabría hacer en un mundo radicalmente injusto, sino intentar lo imposible que enmiende los desastres que provoca? En España, tan conservadora, no existen líderes valerosos. Y para una vez que necesitamos a alguien al mando capaz de enfrentarse a una situación inaplazable, la clase política estatal se divide entre los que vacilan por debilidad y los que entorpecen por insensatos. El indulto a los líderes catalanes es un test de madurez y una oportunidad para la democracia estatal.

La voluntad del Gobierno de Pedro Sánchez de indultar a los doce dirigentes independentistas, condenados a un total de 105 años de prisión y a la accesoria de inhabilitación por supuestos delitos de sedición, malversación y desobediencia, se ha topado con la oposición histérica de la derecha y la ultraderecha (“esa España inferior que ora y bosteza/vieja y tahúr, zaragatera y triste;/esa España inferior que ora y embiste”) de nuevo organizada para llevar la ira a la calle e incendiar las instituciones, porque esos son sus antiguos y perpetuos afanes. No sabemos si el presidente, tan resistente en otro tiempo y tan frágil hoy, aguantará la presión, pero tiene la obligación de enmendar lo que se concibió como escarmiento a la osadía democrática de casi todo un pueblo. Estas son, entre mil, mis cinco razones.

El diseño político, judicial, mediático y emocional del juicio contra los líderes del procés pasará a la historia universal de la infamia. No se ha visto nunca una teatralización tan burda para sentar en el banquillo y condenar a doce políticos inocentes, y con ellos a la mayoría de la sociedad catalana en ellos identificada, y hacerles pasar por impulsores de una violencia que no existió y por calificar de sedición lo que en realidad fue una convocatoria de referéndum, que se impidió a palos, y la invitación al Estado a negociar lealmente una salida democrática para Catalunya con sus legítimas aspiraciones de futuro.

El tribunal, presidido por Manuel Marchena, hizo un papel memorable en un esperpento que ya al inicio tenía escrito su final y donde lo menos relevante sería la severidad de la sentencia. Lo importante, de la primera a la última sesión de aquella parodia, era humillar a los audaces políticos catalanes y trasladar a la sociedad del país mediterráneo un castigo despiadado que, a su vez, contenía la advertencia de que no había posibilidad alguna, ahora y nunca, de ejercer la libertad y salvar los obstáculos de una democracia malnacida tras la dictadura y dibujada con sus férreos limites en el fraude de la transición con un rey malhechor al frente.

No hubo atisbo de imparcialidad a pesar de las apariencias, desde la retórica de Marchena a la retransmisión de las sesiones por televisión, pasando por el inacabable desfile de testigos, algunos especialmente ignominiosos, como el coronel Pérez de los Cobos, responsable de la represión policial en aquellos agitados días de 2017 en Catalunya.

Hubo que escuchar a los acusados y a sus abogados para encontrar dignidad en aquel acto, donde se deshonró la democracia y se vejó la grandeza de unos dirigentes a quienes lo único que les sobró fue ingenuidad. Confiar en la buena voluntad de la clase política española fue demasiado. Aun así, la democracia no es delito, pero puede y debe ser transgresora. La rebelión y la sedición son delitos obsoletos, creados para frenar el ejercicio de la libertad. La ley no se concibe como obstáculo, sino como oportunidad. Y por eso, los efectos de la necia legalidad deben ser reparados. El indulto no va a remediar todas las fatalidades causadas, pero al menos las mitigará en lo más elemental, considerando también el sufrimiento personal de los líderes catalanes y sus familias.

Todo se hizo mal, lo peor que se pudo en Madrid. La instrucción del procedimiento fue una calamidad, incluyendo el decreto de prisión provisional y el modo de hiriente desprecio con que se ejecutó. La vileza y la revancha afloraron desde el alma franquista e intolerante que subyace en la política estatal y se formuló una venganza rigurosa bajo disfraz de buena ley, lo que no escapará a su impugnación por los tribunales europeos.

¿Qué habría avanzado España si negara ahora el indulto a líderes honestos y pacíficos después de concedérselo a gobernantes civiles y castrenses que generaron el terrorismo de Estado, la más execrable de las violencias, y asaltaron a tiros y con tanques su tutelada democracia?

La política española es tan irresponsable e incompetente que, en vez de afrontar los problemas con serenidad y sin complejos, tiende a judicializarlos y construir trincheras con togas. Escapa de sus decisiones, al igual que los cobardes huyen de sus compromisos. En Catalunya, como en Euskadi, había -y hay- un problema de estricta naturaleza política, que venía de muy lejos y que se plasmó en un divorcio emocional y democrático con España tras el recorte de su Estatuto de Autonomía en 2010, previamente refrendado por la comunidad y todo ello precedido de agresivas campañas anticatalanas de la derecha partidista y mediática. El país respondió multitudinariamente en la calle y sus líderes, en el Parlamento. El entusiasmo impulsaba a la nación catalana al verse expulsada de la convivencia con el Estado, lo que derivó en una ruptura necesaria y saludable.

Se puede convenir o no en que se cometieron errores y que faltó contención y pausa; pero ante el pacifismo de aquella rebelión, el Estado fue ciego, sordo y violento. En esas circunstancias la rebeldía (poniendo la ley española ante el espejo de sus contradicciones democráticas) era la acción más conveniente. No se puede llevar a todo un pueblo al castigo de sus líderes por ser consecuentes, pacíficos y responsablemente radicales. Sin un indulto reparador la herida será más grande y sangrará por más y más tiempo.

Cuesta entender a una mayoría de españoles que el procés no fue asunto exclusivo de los políticos y que realmente abarcó a gran parte de la sociedad catalana, como solidarias y comunes son sus aspiraciones de constituirse en nación independiente. Los resultados electorales así lo ponen de manifiesto, inequívocamente. El juicio y la brutal condena de los líderes soberanistas lo fueron sobre todo contra gran parte de la comunidad, esa enormidad de gente de todas las clases que se vio golpeada, humillada, vejada, atropellada sin razón y finalmente llevada a prisión por la autoridad judicial y por quienes, por control remoto desde la política y los partidos, la dirigen e instrumentalizan.

Un respeto para Catalunya, señor Sánchez. Esa es la demanda básica, el mínimo de justicia verdadera. Restaure usted con el indulto parte de los males hechos por el juicio contra Catalunya y por la condena de más de un siglo y de exclusión pública de los doce líderes independentistas. Puede que eso ayude a que los exilados regresen libres de toda amenaza vengativa.

Solo por el hecho de que la acusación popular la ejerciera una organización fascista como Vox, encarnada en su secretario general, Ortega Smith, con lo que conlleva de feroz significado y simbolismo, sería razón bastante no ya para el indulto de los reos, sino para declarar nulo el procedimiento. ¿Es capaz un país de soportar semejante bochorno intelectual y moral sin ofrecer un adecuado desagravio y su olvido? ¿Tan poca autoestima tiene España? Donde no llega la deseable amnistía que llegue la solución menor del indulto.

La tentación salomónica de Sánchez es optar por la indulgencia parcial, manteniendo la inhabilitación y aboliendo la pena de prisión: liberados de la cárcel, pero arrojados a la exclusión democrática dentro de Catalunya. Tomando prestada una frase luminosa de la serie de Netflix El inocente, y ante los estragos causados por el Tribunal Supremo, dígame, señor Sánchez: “¿Qué es mejor, hacer justicia o hacer que nadie sufra?” Consultor de comunicación