El Día de Europa, 9 de mayo, ha tenido este año una dimensión especial por el lanzamiento de la Conferencia sobre el Futuro de Europa. La convocatoria a los ciudadanos para opinar sobre las cuestiones que afectan a su vida cotidiana es uno de los aspectos centrales. No es la primera vez que se pone en marcha un proceso participativo, y quizá no sea la última. Al comienzo del nuevo siglo la UE se encontraba en una encrucijada. Era preciso determinar la vía para orientar el futuro, y su papel en el mundo. La cumbre de Niza (2000) puso en marcha un proceso que la Declaración de Laeken (2001) impulsó de manera definitiva. La Convención instituida para abordar el reto inició su trabajo el 28 de febrero de 2002, con el expresidente francés Giscard d Estaing al mando. Sus 105 miembros representaron a las instituciones europeas, los jefes de Estado y de Gobierno, los parlamentos de los estados miembros, y también de los que se incorporarían a la UE en las ampliaciones de 2004 y 2007.

En la sesión inaugural, Giscard recordó en tono solemne el reto que tenían por delante: "Quisiera decirles cuán esencial es nuestro trabajo para Europa, incluso para el mundo". Hasta su conclusión, en julio de 2003, celebraron 26 sesiones plenarias (52 días) oyendo más de 1.800 intervenciones. Se constituyeron once grupos de trabajo y tres círculos de debate, cada uno con un mandato específico. Las reuniones estuvieron abiertas al público y todos sus documentos disponibles en la web. Tuvo una media de 47.000 visitantes al mes, que fueron 100.000 en junio de 2003. El Foro creado para la participación ciudadana recibió 1.264 contribuciones de ONG, el mundo empresarial, universitario y de otros sectores. El trabajo académico me llevó en su día a analizar los retos y resultados de aquella Convención. Veinte años después me cuesta considerar caducados los análisis, conclusiones y propuestas de tantos meses de trabajo. ¿Cuál puede ser el factor diferencial de la nueva Conferencia?

Mirar hacia atrás puede servir de ayuda. El 15 de abril el Parlamento Europeo acogió la presentación de la edición francesa del libro Europa, un salto a lo desconocido. En sus páginas, la periodista Victoria Martín de la Torre, experta en cuestiones europeas, ofrece un relato ágil sobre los orígenes del proyecto. De un modo cercano y ameno, alterna el perfil de los padres fundadores de la actual Unión Europea con los momentos clave del proceso, desde el Congreso de la Haya (1948) hasta la firma de los Tratados de Roma (1957). La autora destaca el legado de los padres fundadores: un método de trabajo que no solo busca el denominador común; también supone pensar en el conjunto, más allá de la suma de intereses individuales. Este método comunitario ha sido el camino para avanzar en la paz y la solidaridad entre los miembros de la que, en sus orígenes, se entendió a sí misma como una Comunidad.

El Tratado de Maastrich (1992) sustituyó la Comunidad por la Unión. Quizá ese cambio fue un error. No se trata de una simple cuestión nominal, pues lleva implícita otra manera de entender el proyecto. En sus intervenciones durante la presentación del libro coincidieron en esta opinión Alain Lamassoure, presidente del Comité Científico de la Fundación Robert Schuman, y Pat Cox, expresidente del Parlamento Europeo y actual presidente de la Fundación Jean Monet.

La autora destacó la influencia de los filósofos personalistas, sobre todo Jacques Maritain, en la elección del nombre Comunidad. Se trataba de construir una sociedad en la que cada persona, con su dignidad absoluta y trascendente, pudiera realizarse plenamente. Lo que precisaba de una comunidad, que tiene como objetivo el bien común: el bien de uno es el bien de todos, y viceversa. Sin embargo, cada vez es más frecuente que el interés nacional prevalezca sobre los objetivos compartidos y la solidaridad. Pensar en Comunidad lleva a entender Europa como una familia de pueblos en la que ninguno pierde su carácter propio. Relanzar esta vía, como modo de fortalecer la solidaridad entre europeos, puede ser una guía para este año de trabajo.

Fortalecer el sentido de comunidad en la Europa que estamos construyendo requiere detenerse en la Historia, y enseñarla a las nuevas generaciones. El sistema educativo debe ser reforzado, insistió Pat Cox, y dotado con instrumentos para que, en esta era de explosión digital e informativa, las nuevas generaciones "puedan tener capacidad crítica, de conciencia, para ayudarles a separar el grano de la paja, lo bueno de lo malo, lo efímero de los transcendente". Más allá de la distribución competencial y los objetivos de progreso, es en la educación global de nuestros jóvenes donde mejor podemos invertir para garantizar el futuro de Europa.Doctor en Ciencias Políticas y en Derecho Internacional Público