n 2013 el Nobel de Economía en 2021 Alvin Roth asesoró al Athletic Club de Bilbao en la asignación de las localidades a los socios del club en el nuevo estadio de San Mamés.

Puede parecer curioso que una cuestión tan sencilla aparentemente como es trasladar a cada socio de una localidad del viejo estadio a otra en el nuevo necesite de la opinión de semejante eminencia. Pero así es. En aquel momento, eran más de 43 mil los socios del club y habría sido una tarea imposible de abordar de manera adecuada, es decir, para satisfacción de la mayoría de los socios, sin la ayuda de los mejores expertos. Y Roth lo era y es, sin duda. En su día contribuyó, por ejemplo, al diseño de las rutas de los autobuses escolares de Manhattan o a la de las donaciones de órganos en Estados Unidos, dos cuestiones cuya importancia no se nos escapa.

La tradición del uso de las matemáticas para dar solución a este tipo de problemas, denominados “de transporte”, pues en el caso de San Mamés se trata en la práctica de transportar de manera figurada a cada socio de su vieja localidad a la nueva, viene de lejos.

El matemático francés Gaspar Monge (1746-1818) formuló la cuestión en su mítico trabajo Mémoire sur la théorie des déblais et des remblais/Memoria de la teoría de los escombros y de los terraplenes en el que, en 1781, planteaba el problema del transporte óptimo de los escombros que se generan en cualquier obra o construcción, cuestión tan habitual como aún hoy importante.

Dos siglos más tarde, en 1975, el matemático ruso Leonid Vitálievich Kantoróvich recibió el premio Nobel de Economía “por sus contribuciones al desarrollo de la teoría de la asignación óptima de recursos”.

Al fin y al cabo, asignar recursos o asientos en un estadio, distribuir riqueza o transportar escombros, son problemas que matemáticamente admiten la misma formulación y de nuestra capacidad de resolverlos adecuadamente depende el progreso de nuestra sociedad en gran medida.

Kantorovich nació en San Petersburgo en 1912. Su infancia estuvo marcada por la revolución de octubre de 1917, la muerte de su padre cuando apenas tenía 10 años y las Guerras Mundiales. Pero su enorme talento matemático se abrió paso, codeándose con los más grandes de la época, e interesándose en particular por los problemas relacionados con la economía, desde que, en 1938, en su rol de profesor universitario, actuó como consultor para una firma que acudió a él buscando asesoramiento para optimizar el uso de materias primas en la producción de equipamientos. En los 50, el interés soviético por mejorar el control económico del país ofreció un contexto favorable para su trabajo. Así, en 1959 publicó su obra The Best Use of Economic Resources/El mejor uso de los recursos económicos que le valió el Nobel.

A pesar de la tradición en el estudio de estas cuestiones y el conocimiento que hemos ganado en la materia, su aplicación adecuada en la gestión no está aún del todo conseguida. De hecho, hace algo más de un año los vascos tomamos trágicamente conciencia del problema que tenemos con los escombros en un incidente que costó dos vidas.

En la vida cotidiana cuando hablamos de transporte pensamos en autobuses, coches, trenes, calles, carreteras, aviones y barcos. Y, aunque forman parte de nuestra vida cotidiana, ignoramos que el diseño y la gestión de rutas es siempre un tema complejo. No es difícil imaginar lo complicado que nos resultaría la tarea si nos encargaran programar los semáforos de alguna de nuestras capitales. ¿Cuánto tardaríamos en fallar en la sincronización de las luces en un cruce con evidente riesgo para autos y viandantes cuando el verde del peatón no conlleva el rojo para el coche?

Hace unos días, volvía desde Cuba, donde reside, a su ciudad natal de Iurreta, el célebre escritor vasco Joseba Sarrionandia, tras 36 años de exilio. El retorno del escritor ha generado gran expectación, como no podía ser de otro modo, y no han pasado desapercibidas sus declaraciones sobre, por ejemplo, la cantidad de nuevas rotondas con las que se ha encontrado al llegar.

Todos los que vivimos fuera sabemos lo que significa volver a casa y observar los cambios que experimenta el entorno que un día fue nuestro, del mismo modo que los demás pueden ver en nosotros la huella que el tiempo va dejando en nuestro cuerpo, gesto y andar. Pero, así y todo, resulta difícil imaginar la magnitud de la transformación acumulada durante 36 años, cuya contemplación necesariamente ha debido de impactar al hijo pródigo.

Su observación sobre las rotondas me interesó. Todos hemos sido testigos de cómo proliferaban en nuestro entorno. Pero nunca me había planteado por qué se construían. Siempre me pareció una manera razonable de resolver el tráfico en un cruce de caminos, que permite mayor fluidez, y en gran medida permite prescindir de semáforos.

Pero tras las declaraciones del literato me asaltó la duda. ¿Son realmente tan imprescindibles y útiles las rotondas? De hecho, tras leer la entrevista a Sarrionandia, me he dado cuenta de que, donde vivo, apenas hay ninguna, aunque la ciudad y su entorno está repleta de vías peatonales y ciclistas que, visiblemente, llevan décadas en su sitio y que se cuidan tanto como las carreteras y autopistas. No estoy, pues, seguro de que la sustitución sistemática de semáforos y cruces tradicionales por rotondas sea del todo imprescindible. Tal vez sea cuestión de prioridades.

Se trata de todos modos de algo difícil de valorar. De hecho, si algo se desprende de la teoría del transporte de Monge-Kantorovich es que hay muchas maneras de planificarlo de manera óptima, dependiendo precisamente de cuál sea el criterio de optimización adoptado: Al fin y al cabo no deja de ser una elección que cada ciudad puede hacer a la hora de abordar la renovación de sus calles y viales. ¿Qué construimos, rotondas o bidegorris? Y, claro, no vale responder “todo a la vez”, pues lo recursos son limitados.

Lo que sí está claro es que la cuestión se apoderó de mi. De hecho, pregunté a varios amigos por el asunto. Algunos me miraron con cara rara y otros simplemente se rieron de mí. Les pareció extraño y gracioso (¿patológico tal vez?) que les consultara sobre la declaraciones del novelista. ¡Deformación profesional!, me dijeron.

Pero, de hecho, no era yo, ni mucho menos, el primero en interesarme por la cuestión que está ampliamente documentada en Internet. Resulta que, si en España hay casi seiscientas rotondas por millón de habitantes, en Alemania no se llega a las doscientas ni en Estados Unidos a las cien. Eso sí, Francia bate todos los récords con casi mil por millón, es decir una por cada mil habitantes.

O sea que la densidad de rotondas no es uniforme, depende mucho de cada país, y en muchos son controvertidas pues no todo el mundo sabe circular por ellas sin generar situaciones de peligro. Sin duda, es más fácil atravesar un cruce tradicional siguiendo la regla de los tres colores de luz de manera estricta y disciplinada. También, eso sí, es más aburrido esperar a que cambie el semáforo en rojo que lanzarse en plancha a la rotonda.

No sé cuántas rotondas habrá en Iurreta. Pero habida cuenta de que hay algo menos de cuatro mil habitantes, les corresponderían, si trasladásemos la media española (¿cuál si no?), alrededor de media docena.

A pesar de haber satisfecho mi curiosidad numérica, seguí pensando que el autor, acostumbrado a utilizar las alegorías y metáforas, algo tendría en mente al aludir a las dichosas rotondas. Volví pues a la carga y esta vez pedí a mis amigos que se comprometieran con su opinión. A la mayoría les siguió pareciendo un tema irrelevante, puramente anecdótico. Pero uno de ellos hizo una reflexión que me dio qué pensar. Esta fue su interpretación: “Conseguimos cotas de poder y autogobierno hasta hace poco inimaginables. Construimos infraestructuras, museos, carreteras, trenes y rotondas, muchas rotondas. Pero perdimos lo único que nos distinguía: nuestra lengua”.

Su respuesta me impactó tanto que decidí escribir estas líneas y olvidarme del tema.

Matemático, FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid