n los muchos años de mi desempeño profesional en mis clases en la Facultad de Derecho, ante la muy frecuente incredulidad o desconfianza que las sociedades muestran en las encuestas frente a la Justicia, siempre traté de transmitir a mis alumnos la máxima de que los jueces, son servidores públicos y que, como tales, están al servicio de su seguridad siendo garantes de la libertad de cada uno de ellos. Que los jueces, a pesar de ejercer por delegación del pueblo soberano, uno de los tres poderes del Estado, al impartir justicia, no tienen como fin la salvaguarda de este último sino el servicio público y la protección y defensa de cada uno de los individuos que conforman la sociedad. Dicho de otra forma, que el Estado como estructura política que se autootorga la comunidad, no es un fin en sí mismo, sino simplemente un medio al servicio del único fin que no es otro que el desarrollo de la persona como ciudadano democrático.

En ese párrafo introductorio estaban y están contenidos los fundamentos de todo un concepto de justicia visto desde una perspectiva filosófico-jurídica. Confieso, aunque no creo que sea necesario hacerlo, que esa conceptualización filosófica de la justicia participaba, a su vez, del espíritu de aquella famosa frase, referida también al poder judicial, que la historia de los Estados Unidos atribuye a Thomas Jefferson: "En el altar de Dios he jurado guerra eterna a toda clase de tiranía impuesta al pensamiento humano". Siempre se ha destacado, tras el reconocimiento de que la soberanía en el pueblo, al invento político de la división de poderes como el gran logro que hizo posible crear el Estado liberal y hacer viable el sueño de un Estado democrático. Y lo cierto es que, en la historia de los poderes del Estado, el poder judicial, que junto al legislativo y el ejecutivo eran uno solo hasta lograr sus respectivas independencias, representaba el brazo ejecutor de justicia en ausencia del Rey. Conviene recordar, como dice Robert Filmer en su Patriarca o el poder natural de los Reyes, que, "los jueces no eran más que sustitutos, eran los llamados "justicias del Rey", administraban justicia en su nombre y su poder cesaba cuando el Rey estaba presente". A título informativo diré que, la obra de Patriarca era el tratado teórico con el que los absolutistas ingleses pretendieron neutralizar los efectos que sobre la conciencia política inglesa estaba operando el Segundo ensayo sobre el gobierno civil de J. Locke en el que se proclamaba la soberanía popular y la división de poderes, para ejercerlos por delegación, como fundamento del Estado liberal o Monarquía constitucional.

Para la autodenominada ciencia política, a finales del siglo XVII, el absolutismo había sido derrotado. Ni la peculiar teoría política absolutista de Filmer planteada en su Patriarca, ni el Leviatán de Hobbes que sin duda fue y es el prototipo legitimador del autoritarismo y la dictadura, habían sido capaces de frenar el impulso incontenible de los nuevos vientos políticos que se vivían en Inglaterra desatados por el ingenio y la potencia teórica del constitucionalismo inglés. Eran tiempos de promesas de libertad. Eran los tiempos del nacimiento del constitucionalismo moderno.

En los pasados días, motivado por el revuelo mediático originado por la no presencia del Rey Felipe VI en la Escuela de la Judicatura de Barcelona en el acto de entrega de despachos a los jueces de la última promoción, me interesé por el discurso que, en el citado acto, pronunció el presidente (¿en funciones?) del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes. Pensé que, en él, se haría alusión a la ausencia del Monarca motivándola en base a razones de agenda, oportunidad, disponibilidad e, incluso a pretextos de seguridad como consecuencia de las vicisitudes de todo tipo por las que atraviesa el Estado. Nunca imaginé que, el presidente del CGPJ, manifestando y haciendo explícito un sentido enfado contra quien hubiera obstaculizado (presumiblemente el Ejecutivo) la presencia del Rey en dicho acto echase mano del apartado primero del artículo 117 de la Constitución del 78, para fundamentar su reprimenda.

El citado artículo, en el primero de los apartados, dice textualmente: "La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley". De todos los artículos de una Constitución puede decirse que tienen una relación, con cualquier otro de la misma, por razones de coherencia sistémica, pero, del artículo 117 -1, puede afirmarse que tiene una relación directísima con el artículo primero, apartado primero, que reza: "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado".

De la lectura y puesta en relación de los dos artículos se deduce claramente que la soberanía reside en el pueblo y que la Justicia como poder soberano, que es, emana del mismo, y debe ser administrada por el funcionariado judicial competente, capacitado y autorizado para ese menester. Pero, hay una cuestión que llama la atención en el apartado primero del artículo 117 y en la que el presidente del CGPJ, el magistrado Carlos Lesmes, fundamenta la reprimenda y, quizás, hace entrever un atisbo de deslealtad del Ejecutivo (¿), preguntándose (no literalmente pero sí en espíritu) ¿Cómo es posible, la ausencia del Monarca, en un acto académico en el que se entregan públicamente las autorizaciones para iniciar la carrera judicial de una nueva promoción que juzgará toda su vida "en nombre del Rey"?

Es notorio que, en toda Constitución hay mucho de retórica, mucho de simbólico€ y, hasta mucho de exaltación patriótica o, si se quiere, de orgullo patrio. Pero no se puede confundir todo ello con lo que no deja de ser un dislate fruto de una prestidigitación política que, si en el momento de la aprobación de la Constitución actual, por lo que todos sabemos, hace cuarenta y dos años tuvo algún sentido y cumplió su función, hoy carece de razón de ser y, si algo hace, es alimentar la confusión.

Porque conocí el último borrador y, más tarde el primer texto impreso de la Constitución, lo he dicho públicamente, voté no a la Constitución del 78. Fue, ésta, otra de las razones, además de las que en su momento expuse, por las que ejercí mi obligación, en mi condición de ciudadano, optando por la negativa. El texto de la intervención del magistrado Sr. Lesmes, en lo relativo a que la Justicia "se administra en nombre del Rey", por muy jefe del Estado que el Rey lo sea, me retrotrae a Patriarca de Robert Filmer o al Leviatán de Thomas Hobbes. Y si, además, el presidente del CGPJ habla ante un auditorio selecto formado por quienes van a comenzar a impartir Justicia, creo, con humildad y respeto, avalado por las muchas décadas de ejercicio académico que, es, cuando menos, poco procedente y, además induce a confusión. Al menos, a mí, me obliga a preguntar: ¿A quien sirven los jueces si, en toda democracia, deben ser servidores de quien les delega el poder? Y€ ¿Quién es el soberano, el rey o nosotros mismos, esto es, el Pueblo? Mientras no tomemos conciencia de que las Constituciones son la obra política del pueblo, que no son equiparables a las Tablas de la Ley de Moisés, ni asimilables al dogma de la Santísima Trinidad porque no son sagradas y además, llevan el estigma de su finitud nos seguirán aflorando, quizás algunos tics e incluso comportamientos y decisiones que se acercan más al espíritu de Filmer y Hobbes que a la verdadera democracia.

Luego, hablamos de democracia, ¿pero sabemos de qué hablamos? Si se tuvieran los conceptos más claros, quizás se producirían menos desatinos y, posiblemente, se generaría un mayor y mejor funcionamiento democrático del entramado institucional.

Catedrático emérito de la UPV/EHU