jercí la noble profesión docente con verdadera pasión vocacional durante casi 40 años en tres centros educativos. Sin embargo, los últimos hasta mi jubilación en el 2008 fueron tan progresivamente gravosos que deseé la llegada de tal júbilo con auténtica fruición. Percibí y sufrí un creciente deterioro del ambiente educativo, en el que se confabularon varios factores interdependientes: acoso laboral, acoso escolar, síndrome del quemado, reformas compulsivas, desmotivación discente, diseño curricular e irrealizable, programación absurda cronometrada, presión multisectorial, calidad y excelencia falaces, calificaciones exageradas, alto porcentaje de aprobados inmerecidos, analfabetismo funcional, fracaso escolar camuflado, aplicación de criterios puramente empresariales, desamparo directivo, dirección incompetente, nepotismo orgánico, vigilancia ideológica, silencio reivindicativo, lameculismo descarnado, gerencia mercantilizada, insolidaridad colegial, extralimitación injerencial parental, carcoma convivencial y cansancio psicológico. La situación llegó a un clímax de difícil superación al producirse un hecho aparentemente anecdótico, pero altamente revelador, que nunca antes me había sucedido. Sufrí un intento de agresión por parte de un padre exasperado, que me acusaba de haber cometido el execrable crimen de suspender a su hija, aprehendida in fraganti en el momento de perpetrar la infracción de una norma consuetudinaria: copiar en el examen. Tal acontecimiento me causó un profundo trauma y no tardé en solicitar mi ingreso en el club de las clases pasivas.

En otras épocas el estamento docente gozaba de un elemental instrumento de poder, muy valorado en la latinidad humanística: la auctoritas. Algunos incluso se autoarrogaban, en evidente sobreexceso, otros dos más: el imperium, o mando, y la potestas, o potestad. La auctoritas, la autoridad o ascendiente moral implicaba una cierta legitimación socialmente reconocida, que procedía de un saber y que se otorgaba a un reducido grupo de ciudadanos. Ostentaba la auctoritas aquella personalidad de prestigio social que tenía capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión. Aunque ésta no fuese vinculante legalmente, ni pudiese ser impuesta, poseía un valor de índole moral muy fuerte.

En mi infancia existía un gran respeto y valoración hacia el profesorado. A nadie se le ocurría contar en el hogar el castigo sufrido en la escuela o quejarse de un profesor, pues sufría de nuevo un castigo en casa. Rápidamente te decían: ¿Algo harías? El imperium, bajo el amparo ideológico del rezo y canto matutinos del Cara al Sol, y la potestas, normativizada mediante el castigo de la vara y de "la letra con sangre entra", con correctivo anejo al uso del "dialecto regional", suponían la exaltación del poder magisterial. El paroxismo se elevó a cotas mayúsculas en un Seminario Menor, donde al imperium, la postestas y la auctoritas, martillos de conciencias adolescentes, añadió estas virtudes como forjadoras de auténticos hombres "orden, disciplina, mortificación, penitencia y sacrificio". De aquella detestable sobrevaloración nada queda, ni siquiera la auctoritas.

Los estudios de mis hijos/a los viví de forma no muy distinta en cuanto a la citada auctoritas. Nunca juzgué ni critiqué a un profesor/a. Independientemente de mi íntimo pensamiento, siempre opté por respetarlas, porque era un bien para ellos más que para los maestros/as. Si el alumnado no valora al profesorado no aprenderá y estará condenado a la estulticia y a la imbecilidad.

No cabe duda que la democracia, sistema perfectible, ha introducido notables mejoras en muchos sectores de la sociedad, incluido el educativo. Sin embargo, los sucesivos reformadores, varios de ellos de izquierdas, han confundido autoritarismo con autoridad y han concedido negativas interferencias a discentes y familias en el sistema educativo. He constatado por experiencia propia que algunos padres o madres de alumnos tenían derecho a entrometerse en mi oficio. Sin embargo, yo no tenía la más mínima posibilidad de juzgar la educación proporcionada por ellos en el hogar, que en ocasiones dificultaba mi trabajo docente.

La tesitura ha ido empeorando, a pesar de las sucesivas reformas, hasta llegar a situaciones que rozaban el delito y agresiones físicas y morales a profesores, principalmente a cargo de padres, que depreciaban la labor profesoral y defendían a los alumnos suspendidos o reprendidos. No se percataban que el descrédito de los profesores a cargo de los progenitores iba en detrimento de sus vástagos.

Pero llegó el virus coronado, los colegios cerraron y los infantes y adolescentes se encerraron en sus casas con los progenitores, que se vieron obligados a guardicivilizar sus criaturas, a veces insolentes, y conseguir que aprendieran en unas circunstancias excepcionales e insospechadas.

El profesorado trabajó en este periodo de reclusión forzada más que en la situación normal. En permanente disposición, sin horario predeterminado, tuvo que utilizar Internet e inventar métodos eficaces, sin haber sido adiestrado para ello y sin pautas para atender esta excepcionalidad. Cada uno en su casa, trabajó a destajo a través de los ordenadores y empleó la imaginación para pensar en lo mejor para los alumnos/as, enviar trabajos y seguir en contacto con los temas de estudio y las prácticas. Los progenitores debieron colaborar en la tarea y se dieron cuenta de la titánica labor que requiere el aprendizaje. También se percataron de lo que sabían sus hijos, cómo aprendían y de la ardua tarea de mantener la atención y la disciplina del aprendizaje. Conozco algunos padres que ahora han empezado a valorar el esfuerzo que supone aguantar, soportar y encauzar en el aula a un colectivo de más de 30 alumnos/as, hijos de distinto padre y madre.

La reclusión ha permitido establecer una relación más estrecha entre el profesorado y los padres/madres del alumnado. Su mantenimiento sería altamente beneficioso para todo el corpus educativo. Se restauró parcialmente la valoración de los profesionales, que, sin estar preparados para ello, se esforzaron en dar lo mejor de si mismos para responder a una crítica situación. Fue aplaudido el personal sanitario, que ciertamente lo merecía, pero se olvidó la labor callada de muchas horas de dedicación por parte del profesorado para que el alumnado estuviese en contacto permanente con los centros de enseñanza y pudiese proseguir el proceso de aprendizaje.

Acechan, sin embargo, dos peligros y retos después de la pandemia. ¿El profesorado iniciará la senda de su revalorización o volveremos a la pérdida de su ascendiente moral? ¿Se impondrá la enseñanza online?

Mucho me temo que, una vez pasados los apuros derivados de la situación pandémica, relegaremos de nuevo a los docentes al rincón de los menospreciados. Una prueba fehaciente es la priorización por abrir las fronteras para impulsar el turismo y por implementar medidas para la reactivación económica, mientras la educación está siendo relegada al paraguas de la improvisación.

Progresivamente, se irá imponiendo la enseñanza no presencial con el visto bueno de las autoridades académicas, que siguen como rebaño de borregos las directrices de los grandes gurús del neoliberalismo, como antaño hicieron los sumisos rectores con el plan Bolonia. Algunos denunciamos en su época que este plan suponía la mercantilización de la enseñanza, la búsqueda de la rentabilidad, productividad e inmediatez, una privatización progresiva encubierta, una paulatina introducción de la enseñanza online, el arrinconamiento de las humanidades, la burocratización excesiva y superflua y la pérdida del espíritu crítico. La enseñanza presencial y el contacto profesor-alumno es imprescindible no solo para la formación integral y el proceso de aprendizaje, sino también para la socialización del alumnado. La educación en diferido no puede ser una educación igualitaria ni democrática. Solo podemos aceptar su utilidad relativa como respuesta temporal ante una emergencia. El diseño de los materiales didácticos no es inocente, está inoculado de la ideología de quien los crea.

La teledocencia implica para el profesorado un aumento considerable da carga de trabajo administrativo. Para el curso próximo los departamentos y centros de enseñanza deberán hacer una doble programación, para la docencia presencial y para la virtual. Al terminar el presente curso deberá presentarse un informe individualizado de cada alumno y alumna. Buena parte de los profesionales está vendo ampliada su jornada laboral para continuar con el seguimiento personalizado del alumnado, sumamente complejo en estas circunstancias. Con esta saturación de trabajo es bastante probable que se impongan las herramientas diseñadas por empresas de software, poniendo en entredicho los objetivos pedagógicos de un sistema educativo integral, integrador, igualitario y democrático. Crearán materiales para un discente arquetípico universal, es decir un estereotipo standard de alumnado como grupo homogéneo y lo que el adulto espera de él, sin tener en cuenta las variables contextuales, sociales, ambientales e individuales y la pluralidad cultural.

Se vislumbra un horizonte no muy lejano en que la educación estará mediatizada cada vez más por la inteligencia artificial, en la que el profesorado perderá independencia y valor y el alumnado desarrollará gran parte de su actividad mediante recursos trazados por los neoliberales propietarios del software. Ese sistema educativo sería la antieducación y concuerdo con el profesor Álex Rayón quien recientemente afirmaba: "La inteligencia artificial no sustituirá a los profesores" (NOTICIAS DE GIPUZKOA, 19-6-2020).