Aumentar la participación de las personas en la solución de los problemas colectivos es una opción que se abre ante los nuevos problemas que se nos presentan. La participación adopta muchas formas de expresión en el mundo de la empresa y en la vida social. En el primero existen modelos más o menos participativos en la gestión, en los resultados y en la propiedad. En este sentido, los modelos cooperativos ya incorporaban desde hace mucho tiempo características intensivas de participación en el gobierno de la empresa, que refuerzan la responsabilidad de la acción individual y colectiva entre los afectados. Unir la capacidad de decisión y el impacto de los resultados de la misma en los que trabajan juntos, es una buena forma de regular y optimizar lo que se propone, se decide y finalmente se hace.

En el segundo ámbito, en la vida social, los procesos participativos están de moda y son una buena herramienta en la gestión de lo colectivo, si son ejecutados adecuadamente. Y esto no es nada fácil cuando venimos de modelos impuestos por una autoridad que decide, constituida por sistemas a veces poco representativos. Hacerlo bien no es solo una cuestión de buena voluntad y de invitar a participar a los afectados, sino de tratar la participación como un modelo de reparto de poder y responsabilidad. Como un esquema alternativo a los sistemas anteriores de ordeno y mando por ser el máximo responsable de lo que ocurra. Este cambio no es fácil ni para los que ostentan las responsabilidades ni para quienes se ven afectados en las decisiones.

Los errores que podemos cometer son muchos y frecuentes. El primero que se concreta en el título del artículo “dónde está mi post-it” consiste en llamar a la participación para pedir opiniones escritas en un papelito amarillo adhesivo, y luego decidir sin informar sobre los criterios de selección y los motivos de rechazo de las múltiples propuestas. Con los votos de nuestras elecciones termina pasando algo parecido. Esto conduce a un desencanto creciente y un descrédito de los procesos mal llamados participativos que no lo son. Se trata de vestir de consenso algo que no lo es, bajo la actitud y convicción prepotente de que quien es el responsable tiene la última palabra.

Otro error frecuente en los procesos participativos es pedir a los participantes la valoración de soluciones concretas como alternativas de diseño. Por lo general esta opción genera enfrentamientos entre quienes optan por soluciones distintas, alejando entre sí a las personas participantes, generando bandos y reduciendo el nivel de convivencia. La participación así realizada genera distancia en vez de cohesión, lo cual es contraproducente. La práctica infrecuente es preguntar por los objetivos que se quieren conseguir y en qué orden de prioridades. Luego vendrá el diseño de una solución ayudada -por expertos de lo posible- que recoja el máximo de objetivos, y por ello resulta que la decisión une más que separa a los participantes.

También es habitual dejar desde el comienzo las soluciones en manos de los llamados técnicos. Esto induce a otro error, que es poner la solución por delante de objetivos que no suelen ser técnicos y no se expresan ni comparten nunca. Una vez bien entendido el problema, viene el momento de los técnicos y el diseño de la solución óptima. No es adecuado que los técnicos participen desde el comienzo en los procesos participativos, sino que su misión es hacer posible lo que se pretende de una forma viable económica y socialmente.

Pero también hay ejemplos de procesos participativos bien configurados. Siempre deben empezar aclarando qué papel juegan los participantes y qué se va a hacer con el resultado de sus aportaciones. Así hay presupuestos municipales participativos, donde el ayuntamiento recoge por barrios necesidades explícitas para luego hacer una selección y reparto de los recursos según las prioridades indicadas por los vecinos.

Las reglas de juego de la participación deben anticiparse y no pedir participación sin que los afectados sepan desde el principio a qué atenerse. No sirve pedir participación y reservarse el derecho a no responder a las aportaciones realizadas bajo el principio de que la responsabilidad no se delega. La participación más genuina es aquella en la que los participantes aportan sus objetivos, participan en el diseño con los especialistas y asumen una parte en la tarea de hacerlo posible. En estos casos las resistencias a los cambios se reducen y las relaciones entre los afectados y con las instituciones mejoran para próximos procesos.

Hacerlo no es nada fácil. El riesgo de llamar participativos a procesos de solo de pedir opinión y decidir por otras motivaciones, nos impide disponer de un mejor mecanismo para abordar el diseño y la puesta en marcha de proyectos colectivos. Es por ello que en muchos casos sea imprescindible un mediador que oriente el proceso participativo, que cree, comunique y administre con rigor las reglas de juego. Hoy hablamos de negociación como la solución a problemas que deberían ser abordados como procesos participativos de diseño específico a cada caso y conducidos por un mediador profesional.

Saber dónde está el post-it y qué se ha hecho con él, es indispensable para que la próxima petición de participación no genere otra desafección sistemática y un descrédito a nuevas formas de hacer lo común, que son cada día más y más imprescindibles. Aprender estas técnicas y aplicarlas cada vez con mayor eficacia es una parte del desarrollo profesional de los que se ocupan de los proyectos colectivos en lo público y en lo privado. Hacerlo bien es un ahorro de recursos y sobre todo una forma de lograr resultados y ganar un nivel de confianza en la adopción de nuevas soluciones colectivas.