En su obra “Pasaje de ESPEJOS”, el escritor uruguayo Eduardo Galeano escribió: “En la primavera de 1979, el arzobispo de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero, viajó al Vaticano. Pidió, rogó, mendigó una audiencia con el Papa Juan Pablo II, pero en vano. Por fin, poniéndose en la fila de los fieles que esperaban la bendición, Romero sorprendió a Su Santidad para robarle pocos minutos. Intentó entregarle un voluminoso informe, fotos, testimonios, pero el Papa no lo aceptó. “No tengo tiempo para leer tanta cosa” le respondió. Romero balbuceó que miles de salvadoreños habían sido torturados y asesinados por el poder militar. Que ayer no más, el ejército había acribillado a 25 personas ante las puertas de la catedral. El Santo Padre lo paró en seco: “No exagere, señor arzobispo” Y luego exigió, mandó, ordenó:

“Ustedes deben entenderse con el Gobierno. Un buen cristiano no crea problemas a la autoridad. La Iglesia quiere paz y armonía”. Diez meses después el arzobispo Romero cayó fulminado en una parroquia de El Salvador. Las balas lo mataron en plena misa, cuando estaba alzando la hostia. Juan Pablo II, no hace mucho, fue declarado beato.

La buena noticia llegó en la primera semana de febrero de este mismo año. El Vaticano anunció la decisión de avanzar rápidamente en la beatificación del arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, dinamizando de este modo un proceso iniciado en 1994 que estaba estancado por decisión primero de Juan Pablo II y después por Benedicto XVI. Con su decisión el papa Francisco envía un mensaje de empatía con la iglesia latinoamericana comprometida, de la cual Romero es una de sus figuras emblemáticas. Después de años de castigo Vaticano a la teología de la liberación, cuya ilustración gráfica más elocuente probablemente es la reprimenda pública de Juan Pablo II al sacerdote y ministro sandinista Ernesto Cardenal, el papa argentino da un giro y reconoce a través de Romero a otros muchos religiosos y religiosas asesinadas por crueles dictaduras en América Latina. En el caso de El Salvador es significativo que la conversión de Romero, de obispo tradicional a obispo comprometido con los pobres, como el mismo reconoció, fue a raíz del asesinato del jesuita Rutilio Grande por los escuadrones de la muerte, en marzo de 1977, sacerdote representativo de la teología de la liberación en el país centroamericano.

El asesinato de sacerdotes y monjas, fue algo frecuente entre 1977 y 1989 en El Salvador. Así por ejemplo, poco después del asesinato de Monseñor Romero, el 2 de diciembre de 1980, cuatro religiosas norteamericanas fueron secuestradas por la Guardia Nacional a la salida del aeropuerto de Comalapa, llevadas a un lugar aislado y asesinadas con disparos hechos a corta distancia, según consta en el Informe de la Verdad de Naciones Unidas. Se llamaban Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kazel y Jean Donovan. Los crímenes del régimen continuaron. El punto final lo pusieron los jesuitas Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López y Juan Ramón Moreno. Es imposible entender el quehacer universitario, civil y pastoral de estos jesuitas sin Monseñor Romero. Es imposible separar su muerte violenta de la de Monseñor Romero.

Romero estaba celebrando misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia y fue ultimado por un tirador profesional de un sólo disparo. La Comisión que elaboró el Informe de la Verdad bajo los auspicios de Naciones Unidas concluyó que el mayor del ejército Roberto D’Aubuisson, creador de los escuadrones de la muerte y fundador del partido ARENA (gobernó entre 1989 y 2009), fue quien ordenó la ejecución. Lo mismo dicen documentos desclasificados de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y de la embajada de Estados Unidos en El Salvador. Lo cierto es que monseñor Romero venía sufriendo para entonces un acoso brutal por parte de poderosos medios de comunicación que lo acusaban de comunista. En un artículo en prensa escrita se llegó a decir: “Será conveniente que la Fuerza Armada empiece a aceitar sus fusiles”. El violento D’Aubuisson entendió que había llegado su hora y puso en marcha el mortal atentado que fue organizado por varios capitanes. En el Informe de la Verdad se recoge pormenorizadamente el desarrollo de los hechos. Así como también se afirma que el estado Mayor de la Fuerza Armada sabía del trabajo de captación de militares para los escuadrones del mayor D’Aubuisson.

Más de treinta años después la derecha de ARENA, partido que fundó el ya fallecido D’Aubuisson, lejos de pedir perdón, conociendo la disposición del papa Francisco, ha dado el nombre del asesino a una calle. Lo ha hecho el alcalde derechista de San Salvador, Norman Quijano. Afortunadamente, el partido ARENA cuyo himno dice “El Salvador será la tumba del comunismo”, arenga que ya no se lleva, ha perdido la Alcaldía de San Salvador en las elecciones celebradas el día 1 de marzo. Sin embargo, muy lamentablemente, Roberto D’Aubuisson, hijo del asesino de Monseñor Romero, ha sido elegido alcalde del municipio de Santa Tecla.

“Luchar por el reino de Dios?no es comunismo, no es meterse en política. Es simplemente el Evangelio que le reclama al hombre, al cristiano de hoy, más compromiso con la historia” decía monseñor. Y su tono fue, día a día, aumentando en intensidad. Hasta denunciar abiertamente en febrero de 1980 a la oligarquía, “que defiende sus mezquinos intereses?y el monopolio de la tierra”. O interpelar, ese mismo mes, al mismo presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, James Carter, por su política agresiva que “agudiza la injusticia y la represión contra el pueblo organizado”. Pero fue, sin duda, la homilía del día anterior a su asesinato, el 23 de marzo de 1980, la que ejemplifica el nivel de compromiso del prelado. Textualmente exclamó: “¡Cese la represión! Yo quisiera hacer un llamamiento muy especial los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios de ‘no matar’”. Al día siguiente lo ejecutaron.

El alivio que sintió la derecha más poderosa por la muerte de quien los acusaba de codicia desmedida y de mantener una represión continuada y brutal, fue tan sólo una ilusión. Todavía el día de su funeral las fuerzas del régimen hicieron una masacre a las puertas de la catedral, pero no cabe duda que una gran parte del pueblo resucitó y se incorporó a una rebelión legítima, moral y democrática. Tras una década de los ochenta de luchas populares y avances de una guerrilla (FMLN) que surgió en el país de manera obligada por la cruel represión que mataba a cuanto se oponía a la dictadura, se firmó la paz. Hoy, 23 años después del Acuerdo entre Gobierno y FMLN, respaldado por Naciones Unidas, el país camina construyendo una convivencia entre bandos, teniendo como presidente a Salvador Sánchez Cerén, quien no se cansa de repetir: “Todos somos necesarios, todos somos salvadoreños, entre todos hemos de construir un futuro de Buen Vivir”.

Seguro que San Romero de América, el mismo que lanzó un grito profético a la desobediencia civil en un momento de intensa guerra en el país, estará feliz porque el pueblo no le ha dado la espalda ni a su memoria ni a sus llamados.