omos una sociedad moderna que basa su economía en la industria y los servicios y que es cada vez más sorda al pulso que late en el mundo rural, con el que no solo hemos dejado de relacionarnos sino que, con demasiada frecuencia, mantenemos una comunicación conflictiva. El nuevo pensamiento urbano, atravesado por la ecología, el ambientalismo y el animalismo, colisiona cada vez más con la actividad secular de unos profesionales que han moldeado con su trabajo y esfuerzo un paisaje del que disfrutamos y presumimos. Este malentendido creciente es causa de frustración entre la gente del primer sector de buena parte del mundo occidental, que se siente incomprendida y abandonada. Gipuzkoa no es una excepción. Es cierto que el peso económico del primer sector en nuestro territorio es pequeño, con un PIB inferior al 1% y que emplea a unas 4.000 personas sumando pesca y agricultura. Pese a este reducido tamaño, es un pilar de nuestra apreciada gastronomía y de la alimentación sana y saludable. Por no hablar del tesoro simbólico y patrimonial que representa, del que algunos parece que solo se darían cuenta si desapareciera. Todos estos activos sobrevolarán hoy en la protesta que con su ausencia van a protagonizar los ganaderos que suben sus cabañas a los pastos de Aralar. Es un mensaje que enarbola la bandera de la dignidad y el respeto a una actividad profesional que quiere seguir mirando al futuro.