a primera multa de mi vida la pagué tal día como ayer, víspera de Reyes de hace ya 25 años: 75.000 pelas de las de antes; es decir, 450 euritos de los de hoy. Una de las gordas. Para celebrarlo, me metí en una joyería de Ordizia y me gasté en una sortija exactamente la misma cantidad de dinero más un poquito más. 151.000 pesetas a tomar por saco en una tarde. Del sueldo me sobraban 18.000. Así, en plan chulo. Desde entonces, no me he prodigado en esto de la infracción sistemática a los mandos de mi coche, aunque, todo sea dicho, conducir a la velocidad máxima establecida en las carreteras de nuestro país sigue suponiendo un ejercicio de yoga avanzado que requiere de altas dosis de horchata en sangre. Y así iba el otro día, por la autopista AP-8, una vía extraña para mí, a 95 por hora, a ratos a 100, hasta que me metí en un tramo de 80 con radar y ya no sé si me saltó la foto o no. Para colmo, en un túnel , y adelantando a otro muermo más lento que yo, se presentó de repente una especie de avión, un Porsche Cayenne de color Guardia Civil, feo de narices, que tras echarme las largas dos veces, pisó el embrague y pegó un acelerón que dentro del túnel sonó a rugido de león. Para más leches, como la testosterona ya flaquea, ni me enfadé. Solo falta que me llegue una multa por ir a 90 en el tramo de 80.