ada vez se escuchan más voces de pensadores y científicos que creen que nuestro enganche general a Internet y a las pantallas nos está haciendo más tontos y menos reflexivos. En muchas ocasiones los algoritmos ya piensan por nosotros. Si no sabemos algo, ni siquiera nos tenemos que levantar y buscar en un libro o llamar por teléfono a alguien que nos pueda informar. Lo miramos en Google y en tres segundos tenemos la respuesta en el teléfono, un aparato que, por cierto, ya no sirve para hablar, sino básicamente para escribir. En este contexto me entero del viejo experimento del rostro inmóvil que llevó a cabo el investigador Edward Tronick. Una madre y un bebé de un año están cara a cara haciéndose caso. La madre le hace carantoñas y el chiquitín emite risas, señala con el dedo, grita... En un momento dado, la madre deja su rostro inmóvil y sin expresión durante dos minutos y la cría de humano se exaspera, patalea, abre los brazos, grita y finalmente llora. El investigador explica que esa conexión humana, que crea el apego entre el bebé y su cuidador principal, es imprescindible para un correcto desarrollo emocional. 50 años después de aquel experimento, que cualquiera puede comprobar, habrá que hacer otro estudio sobre el efecto de ofrecer el móvil a los txikis en vez de hacerles monerías.