n vísperas de la Diada y apenas una semana antes de la esperada mesa de diálogo que tiene como objetivo encauzar el conflicto entre Catalunya y España, ha saltado por los aires el acuerdo al que habían llegado la Generalitat y Moncloa para la ampliación del aeropuerto de El Prat. Una operación de 1.700 millones de euros para convertir Barcelona en una terminal con capacidad de fletar vuelos intercontinentales. Más allá del tufo político que desprende la precipitada y repentina decisión del Gobierno español para, de esta forma, poner en aprietos a la Generalitat, la ampliación de El Prat pone el dedo en la llaga del modelo económico hacia el que debemos transitar para paliar al máximo de nuestras fuerzas las peores consecuencias del cambio climático. Tanto en la Generalitat como en Moncloa conviven ejecutivos de coalición que no niegan el cambio climático, pero no sintonizan igual en cuanto a las recetas. Según el panel de expertos, la descarbonización de nuestro modo de vida es un imperativo que alcanza una profundidad que no podemos o no queremos imaginar. Visto como se han expresado los distintos intereses en juego ante las restricciones y medidas adoptadas por los gobiernos contra la pandemia, cuesta ser optimista ante la gestión de un problema muchísimo más grave y de consecuencias mucho más duraderas que correrán a cuenta de las generaciones a las que hoy recriminamos su insolidaridad de botellón.