uve mi primer ataque de ansiedad a comienzos de agosto de 2020. No se me va a olvidar. En ese exacto momento no vivía un momento de estrés, me encontraba de vacaciones con unos amigos. Habíamos cenado en un buen restaurante y tomábamos algo sentados en una discoteca. Me empecé a ahogar debajo de la mascarilla y comencé a sentir una presión en el pecho como si un elefante se hubiese sentado encima. Fue la primera vez, pero no la última. Desde entonces llevar una mascarilla en un lugar cerrado ha supuesto una verdadera tortura. Cuento esto porque en los últimos tres meses tres amigos de mi edad, de contextos socioeconómicos distintos, me han confesado que también han sufrido de esto. Parece un tema tabú. Al auge de la ansiedad -y de la depresión- es a lo que se le llama la nueva ola de la pandemia, las consecuencias psicológicas del covid-19: ciudadanos que desconocen encontrarse absolutamente superados por una situación de confinamiento, limitación de libertades y terror al virus. Lo desconocen hasta que, de repente, salta un resorte: falta de aire, presión en el pecho. Mientras tanto, las limitaciones en la sanidad pública obligan a los afectados a acudir a terapias privadas solo al alcance de los que pueden permitírselo. El resto lleva esperando demasiado tiempo.