l autobús apura su viaje final del día. Antes de tomar la autopista sube un joven de entre 25 y 30 años. Se sienta al lado de una coetánea que conocía y a la que empezará a dar la brasa. Ahora que no se puede socializar en una discoteca de mala muerte, él habla alto y le escuchan incluso quienes viajan con auriculares y la mosca empotrada en la luna delantera. Ella mira al frente cómo el autobús avanza metros y metros por la autopista. El sujeto, lejano a cualquier sutileza, no entiende las miradas que otros viajeros le lanzan. Sigue hablando para todo el autobús pese al letrero coronavírico que por aquello de los aerosoles, exige silencio. Tampoco entiende que su compañera de asiento no tiene ganas de hablar. Quizá esté cansada, el pájaro de su lado le parezca un pelma de manual o se tome en serio la norma pandémica de guardar silencio en el transporte público. Ojalá se quede, pienso. La norma del silencio cuando pase la pandemia, digo. Qué mejor manera de cortar ese desparrame de gente hablando por teléfono en el bus como si no hubiera mañana. O a este joven que, escuchados sus intentos, quiere caerle bien a la chica con el modo megáfono activado. Brasa infame y contraproducente hasta bajarse del autobús. Ella sigue hasta su parada. Quizá hasta que el chófer le diga lo de final de trayecto. Qué paz.