stados Unidos ha anunciado por medio de su nuevo presidente, Joe Biden, que la operación Libertad duradera ha llegado a su fin. Conviene refrescar la memoria porque han pasado 20 años desde que Washington, al frente de una coalición internacional a la que se apuntó todo ese mundo al que gusta denominarse civilizado, decidió invadir y ocupar Afganistán como respuesta al ataque de las Torres Gemelas. Más de 100.000 muertos, la mayoría civiles, y miles de millones de dólares gastados en una guerra de la que los ocupantes van a escapar tras un acuerdo sonrojante con los talibanes, que ya se frotan las manos ante la expectativa de recuperar el mando de un país que gobernaban justo cuando Estados Unidos puso su bota para cobrarse la factura del atentado del 11-S. Las guerras de Afganistán e Irak, que se sucedieron en apenas dos años y que pusieron patas arriba los equilibrios regionales, provocando daños de una dimensión escandalosa, constituyen una mancha y una vergüenza para el autoproclamado mundo civilizado, guardián de las esencias democráticas pero que cuando cuando sale de sus fronteras como sheriff del mundo solo exporta muerte y destrucción. Pero en ese juego de la ley del más fuerte, Occidente hoy tiene enfrente a China, la horma de su zapato.