a rumba, además de aquella que introdujo Antonio González El Pescaílla, es ese robot aspirador que se zampa el polvo y las pelusas de casa. Ya no se concibe la vida sin este sabueso de la familia. Lo sueltas y se pasea por cualquier esquina a la caza de su presa. La escoba o la fregona, que lo mismo da, es de lo más vulgar. Un palo con mocho, qué ordinariez, si es que la propia palabra (mocho) parece que te rebaja socialmente solo de pronunciarla. Por no hablar de esa imagen degradante de verse aferrado a un mango, por mucho que sea telescópico. Y qué me cuentan del lavavajillas. Así me lo dijo un conocido hace años: "Sin él no podría vivir". Aquella confesión, de amor apasionado y eterno hacia un electrodoméstico, me sigue sobrecogiendo. Es verdad que lidiar bajo el grifo con la grasa de cordero, por poner un ejemplo, no es plato de buen gusto. Pero chico, un poco de meneo y se acabó, aunque entiendo que soy de esa generación viejuna del Scotch Briteeee, yo no puedo estar sin él. El caso es que ni rumba, ni roomba, ni lavavajillas ni leches. Somos de escoba, fregona y fregadera. Pensaba todo esto ayer de paseo con un amigo por el centro de Donostia donde parece que ahora tampoco se concibe la vida sin llevar unos bastones nórdicos. Menuda plaga. Hasta para ir a por el pan. Va a ser que tampoco.